Mi abuela se negaba a darle a papá el gusto de preguntarme
si había agarrado el llavero, solo para no tener que aceptar que yo la había
hecho pasar un mal rato o quizá por su manía llevarle la contraria. Mi abuela no
confiaba en él. En el fondo, aunque nunca se lo había dicho a su hija, le
parecía que papá no era de fiar, que escondía algo. No se trataba de otra mujer
o de algún secreto sórdido de su pasado sino de algo más profundo, constitutivo
de su personalidad: la abuela temía que papá fuera estructuralmente mendaz.
Pero papá tenía razón. El manojo de llaves unidos por un
llavero con una gran letra “M” dorada estaba en el maletero del carrito Fisher
Price con el que pasaba horas jugando. Aunque sabía que era grave lo que estaba
pasando y me daba lástima ver a mi abuela recorriendo todos los cuartos de las
casa, a ratos afincando el dedo índice sobre un lado de su frente, como si eso
la ayudar a marcar los recuerdos, no confesé. Parte de la razón por la que mi
abuela no me metió en este problemaes porque yo, sentada sobre el carrito,
impulsándome con las piernas que le caían a cada lado, iba persiguiéndola por
toda la casa mientras hacía las pesquisas, así que era evidente que si yo tenía
algo que decir, lo hubiera hecho hacía horas.
No soy una persona mala, o por lo menos aún no lo era a esa
edad, así que no había escondido las llaves apropósito. Creía que tenía
legítimo derecho sobre ellas porque estaban marcadas con una gran letra “M”
dorada. Verán, yo soy la única que tiene un nombre que empieza con “M” en la
familia: María.