miércoles, 24 de julio de 2013

Simone y mi ordinaria falta de tinieblas

Acabo de terminar de leerla y juro que no entiendo. No entiendo bien qué criterios operaron para otorgarle el Premio de Novela Rómulo Gallegos a Simone de Eduardo Lalo, cuando entre las finalistas estaban obras de altura. Me refiero a Arrecife de Juan Villoro, que se refiere a la cultura de la muerte contemporánea; Formas de volver a casa de Alejandro Zambra, que muestra los vacíos de la generación nacida en la época de Pinochet o Los sordos de Rodrigo Rey Rosa que une las angustias actuales con los conocimientos ancestrales. Quizá sea mi ordinaria falta de tinieblas –como diría Neruda– pero no veo la trascendencia o la novedad de la propuesta del autor. Esos serían los criterios por los que yo premiaría una obra. Pero no estaba yo en el jurado. Así que el problema es mío porque espero que la literatura –y especialmente la premiada en certámenes internacionales– me diga algo. Qué ilusa, yo buscando lo que no se me ha perdido en las novelas.

viernes, 5 de julio de 2013

Un viaje al pasado


Quizá lo único que era verdaderamente distinto a una especie de cotidianidad que no recordaba era que estábamos de nuevo en un vagón de tren, padres e hija: aquél triángulo originario que llamé una vez familia, antes de que naciera Marcel que estaba en Caracas para resolver esos asuntos inaplazables que sólo se tienen cuando uno va a la universidad. Tampoco era él parte de esto, porque nació en el año noventa, después de que papá y yo nos pusiéramos a memorizar aquello de que a las cinco en sombra de la tarde y de que no quiero ver la sangre de Ignacio sobre la arena.
Por eso Granada. Y por eso Federico García Lorca que iba pidiéndomelo verde desde un libro suyo que tenía dentro de la cartera. Por eso aquél viaje, nosotros tres, como si papá pudiera echar el reloj hacia atrás con esas manos que ya han comenzado a mancharse. Y por eso aquella sensación de que todo era un secreto, de que me iban a regañar si hablaba de más o decía lo que no debía. Y el miedo de repetir, por tercera vez mi pregunta sobre qué íbamos a hacer allá y, a penas me salió un balbuceo sobre una fecha de regreso.
      – ¡Emilio!, dijo mamá con esa manera sólo suya que tiene de llamarlo.
Él levantó sus ojos, que son exactamente iguales a los míos pero más grandes y con arrugas. Colocó el libro a la altura de su pecho (por que antes lo tenía muy cerca de la cara) y mientras La Reconquista seguía su curso natural en la Historia de España, me preguntó qué me pasaba, con esa seriedad suya que hace de cualquier momento uno trascendente. Pregunté, de nuevo, con mi propia versión de la severidad que estaba escrita sobre su cara y con un dejo de indiferencia me contestó que el lunes.
– ¿Pasado mañana?, le pregunté con un sobresalto simple, ahora sí de vuelta a mis treinta y pico de años.
Mamá ni se inmutó. Pero la cara de mi padre fue como si lo hubiera insultado. El paisaje de la noche y las luces españolas moviéndose dentro de las ventanas del tren, que iba avanzando hacia el destino, mientras papá caía en cuenta de que había organizado ese viaje para devolverse al pasado, robándose una semana de nuestro futuro. Y la revelación me pareció menos trágica para él que había cometido un error que para mi que tuve que aceptar que aquella mirada suya era ya la de un anciano.