Resulta que los organizadores
de la protesta al día siguiente de la inauguración de Donald Trump pensaron que
era mejor llamarla “Marcha de las mujeres” y no movimiento “anti-Trump”, aunque
era bien claro a qué apuntaba y por qué tantísim@s mujeres y hombres estaban allí. Porque pueden decir lo que quieran del
feminismo (como de hecho han dicho) pero es un movimiento en el seno del cual
han florecido los más importantes derechos civiles de las y los ciudadanos contemporáneos.
Ahora, las cosas como son: las
marchas tienen más de catarsis que de cambio político. Yo las conozco muy bien
porque, como venezolana, tengo marchando toda mi vida democrática. Fuera de
mostrar el inmenso grupo que quedó descontento con la elección de Trump para la
presidencia de EE.UU y la rabia que muchos sienten cuando escuchan hablar al
presidente porque convierte en extraño todo lo que hasta ahora había sido
familiar para los estadounidenses (como la noción de melting pot en el mismísimo núcleo del Sueño Americano), la Marcha de
las Mujeres no produjo un cambio tangible en la nueva política de gobierno. Todo lo contrario, la fortaleció: la
semana siguiente, Trump tomó una de las medidas más radicales tomadas en décadas
contra los inmigrantes, les prohibió la entrada al país. Entonces ya había dado
la orden de construir el muro en la frontera con México y había avanzado en la
promoción de más marcos legales contra el aborto.
Los medios de comunicación se
preguntan por la posibilidad de convertir la
rabia de la Marcha de las Mujeres
en un movimiento de oposición contra Trump, pero la realidad es que aún esos
mismos medios no han podido responder a la pregunta de cómo este outsider ruidoso y malportado pudo
llegar a la Casa Blanca. El chavismo me enseñó que incluso el gobierno más rouge evidencia asuntos importantes de
su pueblo. En el caso de Venezuela es la celebración que esa cultura hace del pícaro, la
noción de que el mundo es una inmensa mamadera de gallo donde es comprensible ser
el victimario, porque la alternativa es ser víctima. Quizá, la tara
estadounidense que la era Trump empieza a descubrir es la seducción de ese
pueblo con los ricos. ¿No es la riqueza el tópico en el centro del Sueño Americano? ¿No es el éxito ($) en los negocios sinónimo de su bienestar? ¿No es la
clase empresarial el sector más poderoso de ese país? ¿No es Trump mismo el
epítome de esta clase?
Feministas como Rebeca Solnit y Roxeanne Gay denuncian que un mujer cada seis minutos es violada en Estados
Unidos y que una de cada cinco mujeres que viven en ese país es víctima de
alguna forma de brutalidad sexual a lo largo de su existencia. No parece raro,
entonces, que su presidente proponga grab
‘em by the pussy (agarrarlas por el coño), recordando que cuando se tiene
poder (y $) se puede hacer cualquier cosa. Y que es probable que they like it (que les guste). No sólo es contra Trump contra quien
hay que luchar: hay que luchar contra la mentalidad que lo puso en el poder,
con el trumpismo que es mucho anterior a Trump. Pienso que deberíamos hacernos una pregunta fundamental: ¿de cuántas maneras han sido
los americanos cómplices de la celebración del poderoso? Y la pregunta fundamental:
¿cómo cambiamos esa mentalidad?
Por cierto, yo también quiero mi sombrerito rosado.