jueves, 27 de noviembre de 2008
Dios es escritor (Arpegios poéticos que rezan a la Soberbia del Humillado )
(Esto lo escribí en el 2005. Hoy lo reviso para entender cuál es mi idea del trabajo de un escritor. El sábado será el día del escritor, publico esto acá, mientras me lo pienso TODO bien)
“Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos” Marguerite Duras
Dios no escribe; habla –refutarán algunos. Cierto, no en vano El Génesis reza: “al principio fue el verbo”. Pero, ¿Qué escritor no es también un gran hablador? Parece evidente que la Creación fue la primera palabra divina. Los humanos conocemos el verbo divino por la merced de la palabra escrita ¿De dónde, si no, provienen las Sagradas Escrituras? Si Su verbo no estuviera en tinta, no existiría nada de lo conocido. Es desdichado, pues sabe que nunca terminará de editar su opus. No puede. Si escribe el punto final, no quedará personaje vivo; de eso se trata el Apocalipsis. Sólo los personajes hacen la Creación, como las pasiones humanas hacen los textos. Y si no están los personajes, ¿Quiénes quedarán para aplaudirle el epílogo?
En el comienzo de los tiempos, el Demiurgo vio su vocación amenazada por falta público. Entonces, fabricó al hombre para hacerlo eco de sus pensamientos. El Creador, como aquellos marcados por el sino de la pluma, narra con el único fin de verse en letras – “escribo para que me lean”, dice Enrique Vila-Mata. Quizás, Él sufra del mal que tantas veces se le atribuye a los genios: la soberbia. Necesita que le evalúen sus arpegios narrativos, alabándolos o vituperándolos, pero presentes en el imaginario de sus críticos, los seres humanos. Dios, como Vila-Mata, escribe para leerse, para entenderse en las pupilas de sus seguidores. Ante el temor de que los hombres celebraran su prosa por ser sus criaturas, Dios los llamó semejantes y les otorgó libre albedrío. Como añadido hizo de ese público la masa de personajes para su novela. Así comenzó a confeccionar la proeza definitoria de todos los buenos escritores: la independencia de sus personajes (y de sus críticos, ¡Bárbaro!).
Sólo la vocación estoica por narrar incidentes puede exhortar en alguno la tarea de construir un ambiente fuera de todo lo existente. ¡Pero el Creador hizo más! Mucho más. No sólo edificó un hábitat: confeccionó personajes que se hacen de y determinan a ese ambiente. Además, carente de otra referencia, tuvo que construir humanos a “su imagen y semejanza”. Nótese, empero, cómo Él usó la palabra “semejanza”, que parece atenuar la palabra “imagen”; una artimaña para que sus personajes no se creyeran dioses. “Semejantes”, no iguales. Parecidos por cuanto tienen su sino, la manifestación del Creador. Cualquiera que sea su distintivo individual es un aparte de su Santísimo Ser. Así, los cotidianos, los avaros, los generosos, los sensoriales, los pacatos, los vanidosos, los humildes, los iracundos, los flemáticos, los famosos, los solitarios, los desahuciados, los ortodoxos, los disconformes, los piadosos, los delincuentes… son imagen de y semejantes a Dios.
Lo dicen las Sagradas Escrituras: “Y creó Dios al hombre", Adán. En hebreo, la lengua originaria del verbo cristiano, “adám” significa “rojo”. Adán no es un nombre propio, sino el plural de la especie humana: la apariencia que ostenta el barro del que fuimos hechos todos. Como Adán, el plural de los seres humanos se hace semejante a Dios. Pero, aquellos, nosotros fuimos construidos en rojo encendido: el color del fuego y la sangre palpitante que corresponde a los sentidos vivos y ardientes, a las pasiones.
¿Qué sino eso significa la leyenda de la serpiente que ofrece el fruto del Árbol de la Sabiduría a Eva?
Nunca un ejemplo tan categórico. Dios crea un ambiente ideal para un cuento de hadas. Coloca allí a un personaje hecho para vivir bajo la marca de su complacencia; pero, por un descuido que parece más bien malicia literaria, le insufla el rojo de las pasiones. Entonces, Adán demanda una mujer para que le acompañe. Con ello, la criatura reconoce que es el personaje que construye las anécdotas sobre la tierra y su soberbia quiere alguien que le admire los eventos cotidianos, de la misma manera que él admira de Dios, su padre, los beneplácitos del Jardín de las Delicias. La soberbia misoginita de Adán pide alguien inferior a él. Dios acepta. Así: Eva, la costilla de Adán, se hizo fémina. Pero, si Adán es rojo… ¿De qué color nació Eva? Sabemos que su símbolo es la manzana. Pero eso es un adelanto de la historia.
En los borradores con los que Dios confeccionó el primer mundo (uno ideal, como ese que los hombres hoy llaman “Cielo”), creó personajes semejantes a Él en su divinidad: los ángeles. Estos proto-humanos engendrados bajo la inspiración de la Divinidad exaltada del Creador parecen purísimos. Purísimos en cuanto a la representación fehaciente de la emoción Celestial. Sobre un desgraciado calló la representación purísima de la soberbia. Con este rasgo creó Dios al primer gran antagonista de su narración: Luzbel, el ángel caído, cuya propia soberbia lo colocó sobre la tierra para vigilar a los seres humanos y recalcarles que son hijos del rojo, de “adám”. De allí que al desgraciado se le asocie directamente con la maldad, con lo exaltado, Belcebú, el de las múltiples representaciones. Es él quien le recuerda a los seres humanos que son de carne y sangre, en especial del bullente líquido vital.
Eva nada sabía de los borradores, ni de los escritores, ni de las soberbias cuando conoció a la serpiente, el reptil de Lucifer. Arrancó el fruto del árbol de la sabiduría. Mordió su manzana. Sus labios se tornaron carmines, su pelo se ensortijó sobre sus hombros, sus pechos florecieron, sus caderas se redondearon. Luego, invitó a Adán para hacerlo partícipe de su hallazgo. Él le hizo el amor hincado, en agradecimiento a su dádiva desinteresada. Luego se recostó en el árbol y esperó su castigo. Dos rasgos de todo buen texto narrativo: pasión e intelectualidad, acción y reflexión. Dios les condenó. Los hizo el primer héroe, destinado a ser semental de los hombres, personajes malditos, y la primera heroína, que pariría con sufrimiento los frutos de su pasión. O, por lo menos, así lo narran las versiones del pesimismo católico.
He allí la primera triquiñuela del Escritor: a cada quien le otorga su personalidad propia y los lanza sobre una constelación de las anécdotas para regocijarse con sus reacciones. Ya de antemano sabe, según las características de sus personajes cómo vivirán la historia (vida) y qué situaciones encarnizan el barro de sus pulsiones.
Su sello estilístico es construir sus personajes y dejar que cada uno se escriba su propia novela, porque no hay un hilo conductor específico en el texto narrativo, sino varios. Mientras se sabe que los personajes sometidos a situaciones extremas pertenecen a la tinta de José Saramago, los confrontados con sus pasiones a Fiódor Dostoievsky, los ahogados en sus propias reflexiones a Marcel Proust y los profundamente latinoamericanos a Gabriel García Márquez; los del Creador son de múltiples plumas, lo que hace del suyo un estilo fecundo.
Sus personajes se van hilando a la perfección en acción y reacción; unos llevan el motor de la novela, otros les siguen. Cada pasión genera un acontecimiento, que aunado a los artilugios narrativos de El Señor, crean redes de circunstancias en las que cada personaje revela su esencia en sus reacciones.
¡Pobre de este Dios desesperado! Acostumbrado a la perfección -pues es la superioridad misma- y obsesionado por la anécdota perfecta puso símbolos en cada detalle de su novela (la vida) para que sus personajes se reconozcan en sus propias metáforas por todas partes.
Por desgracia, el trabajo creativo de Dios nunca termina, vive sobre la marcha. El autor humano tiene la esperanza del descanso mortal, pero la eternidad no permite reposo. “Plantearse escribir es adentrarse en un espacio peligroso, porque se entra en un oscuro túnel sin final, porque jamás se llega a la satisfacción plena, nunca se llega a escribir la obra perfecta o genial, y eso produce la más grande de las desazones. Antes se aprende a morir que a escribir” (Vila-Matas). Para ser escritor hay que conocerse tanto, y mucho más, hasta hacerse un extraño que apunte hacia la universalidad.
La rutina artística no permite flojedades. Porque el autor se debe a sus lectores; en especial el Demiurgo, quien crea sobre la marcha las situaciones de sus personajes (y de sus críticos). Un escritor no ejerce nunca para sí mismo; sería un egoísta. Aunque desdeñe a su público, su trabajo atestigua cómo quisiere ser oído.
La voz del poeta debe retar su tiempo, porque él es, ante todo, un inconforme. Ponerse en blanco y negro es pensarse único y hacerse de la potestad de juzgar y juzgarse. Para ser testigo de su época debe quedar en viva carne, ostentando sus vísceras, desafiante.
En consecuencia, el arte de combinar palabras lleva inevitablemente a someterse a vejaciones. En el arte, como en la piel, se mezclan la sangre de las palabras y la pasión de las anécdotas. Sólo a través del ridículo propio se entienden las penas los tiempos. Nadie lo sabe mejor que los escritores, quienes avanzan desnudos y vulnerables entre las frustraciones de sus sociedades.
Los inconformes permiten que los humillen, pues eso les acerca a la miseria humana: sólo a través de la vergüenza, el común reconoce la humanidad. Lo único que iguala a todos los hombres son sus propias miserias. El caído es también una imagen semejante a Dios. Es una reflexión de la estampa divina, pero carece de rasgos sublimes; es vísceras descarnadas, expuestas para servir de retrato de la realidad. El escritor, entonces, debe dejarse caer, someterse ante las contradicciones de su tiempo, como sus congéneres y más que ellos, para su voz se encumbre entre los gemidos.
Por ello, el Demiurgo se inflige humillaciones constantes. Valga el ejemplo de su hijo, Emmanuel, manifestación de humana de su trilogía divina. O por lo menos del Dios de los cristianos, tal como lo creen los dos mil millones de personas que hacen de Jesús el centro de sus dogmas. Jehová y Alá tienen esquemas parecidos, unos mil doscientos millones de personajes más en la novela que es la vida y sus propios héroes apilados entre las páginas de sus libros santos.
Y el Dios cristiano bajó, en la carne de su propio hijo, para que los otros personajes de la novela lo zahirieran. ¿Cómo sería la historia que llamamos vida si sobre las piedras del Gólgota no estuviera derramada la sangre de Cristo? ¿Y si su santísimo ser no fueran tres manifestaciones?
Escribir es ser otro. Por eso, un rasgo de la vocación literaria de Dios es que tiene tres manifestaciones: Padre (razón), Hijo (pasión) y Espíritu Santo (idea). Todas sus manifestaciones son formas del arquetipo de quien está condenado a la seducción de la palabra. La razón del poeta hila la narración, que su pasión adereza con personajes vívidos, mientras las ideas se van colando entre los meandros de la anécdota literaria para dar proyección universal a lo impreso. ¿Cuál de los tres seres escribe?, ¿El racional, el apasionado o el didáctico?
domingo, 9 de noviembre de 2008
Entrevista con Junot Díaz (Ganador del Premio Pullitzer de Ficción 2008)
JUNOT DÍAZ
“El mundo es mucho
más híbrido que las novelas”
El autor de la colección de cuentos Negocios (Vintage, 1997) y La Maravillosa y Breve Vida de Oscar Wao (2008), novela ganadora del Pullitzer, habla de la experiencia del inmigrante dominicano
Michelle Roche R.
Alto, calvo, moreno e hispano hasta en sus maneras, Junot Díaz no tiene pinta del rock star de las letras norteamericanas que los críticos celebran. Pero cuando habla de literatura, esquivando la mirada, riendo incómodo y nombrando a “gringos” y “latinos” como si no perteneciera a ninguno de esos grupos, uno entiende por qué escribió una saga poblada de parias. Este inmigrante dominicano, llegado a New Jersey a los seis años, es el autor de La Breve y Maravillosa vida de Oscar Wao, pieza ganadora del premio Pullitzer de ficción 2008, el máximo galardón literario en Estados Unidos.
La novela transcurre en dos tiempos históricos: a finales del siglo XX en Estados Unidos y en la República Dominicana de los años 50s. Existen tres hilos narrativos. El primero es la historia de Oscar León, un dude obeso de sexualidad frustrada “que ostentaba su nerdiness como un Jedi llevaba su sable de luz… y soñaba con convertirse en el Tolkein Dominicano”. El segundo es la vida de su madre, Belicia Cabral, portadora del particular virus “la necesidad de emigrar” y cuya familia sufrió descrédito, cárcel y esclavitud en la época de Trujillo. La accidentada relación amorosa de Lola León, la hermana, y Yunior, el narrador, se suman a esta cosmogonía donde queda patente la dramática y heterogénea experiencia cultural de los inmigrantes dominicanos. “El inmigrante ilumina, de manera explícita, todas las antipatías que tiene una sociedad, por eso es el depositario de las ansiedades de las naciones, de la que sale y de la que entra,” explica el escritor.
Así, el sello de esta novela es la hibridez, la cual se hace patente, no sólo por la fragmentación del argumento, sino por el uso del Spanglish, los silencios narrativos o descripciones sumarias y por el desparpajo con el que mezcla hechos históricos de la región Latinoamericana con alusiones a la cultura pop norteamericana.
El uso del Spanglish para describir el working class hispano es uno de los logros de la novela. Por ejemplo, el tío Rodolfo –padre de tres hijos con distintas madres— para “resolver” la castidad de Oscar, aconseja: “Listen palomo: You have to grab a muchacha y méteselo. That will take care of everything. Start with a fea. Coge that fea y méteselo!”. Es una travesura intelectual del escritor: “antes, entender inglés era una posición privilegiada para el lector, pero aquí propongo un shift, donde es importante entender español”, explica Díaz.
Los silencios en la narración están escogidos con particular cuidado; a veces sólo esbozados por líneas en los momento críticos de la historia (— —), o por raudas descripciones de hechos violentos: la esclavitud de Beli, la violación de Lola o las palizas criminales en los sembradíos de caña –comunes durante y después de la era de Trujillo. Estos mutismos son la manera de describir la experiencia postcolonial: “El trauma crea silencio”, dice Díaz. “Compartimos una civilización que depende de eso. La primera reacción cuando te golpean es quedarte callado. Si te traumatizo, yo sé que van a pasar años antes de que puedas transformar ese trauma en lenguaje”. El silencio enmascara las dinámicas sociales que permiten la violencia: “that is insane”, concluye.
No es la primera vez que en la tradición literaria anglosajona se mezcla literatura con alusiones a la cultura pop, autores como Dave Eggers y Michael Chabon son buenos ejemplos. Sin embargo, lo que diferencia a Díaz es que además incluye la cultura popular de Latinoamérica. Como Oscar, Díaz –también criado en los suburbios de New Jersey entre comics, novelas de fantasía, películas de ciencia ficción y juegos de rol—representa la experiencia postcolonial y heterogénea de los hispanos en Estados Unidos.
“El mundo es mucho más híbrido que las novelas”. Sólo en los almuerzos familiares, Díaz presencia la confluencia del Old School realismo mágico, el hiperrealismo latinoamericano y la cultura pop: “Cuando vienen los abuelos a comer, ellos se ponen a hablar de su vida y de República Dominicana, pero en esa misma mesas están mis primos de 15 años que sólo quieren hablar de Raeggetton o Cold Play. Yo traté de buscar una manera de duplicar lo que yo he visto y vivido. Cuando uno escribe, simplifica el mundo.”
RECUADRO:
Por un Pullitzer
El Pullitzer es otorgado desde 1917 por la Universidad de Columbia a un libro de ficción distinguido en el año y “escrito por un autor norteamericano, que preferiblemente trate temas del American life” –según reza su página web. Además, se el dan 10 mil dólares a los galardonados.
Aunque los críticos no pueden explicarse cómo una novela escrita en Spanglish se ganó este premio—reservado para plumas eximias como la de Ernest Hemingway (El Viejo y el Mar, 1953) o William Faulkner (Una Fábula, 1955, Los Rateros, 1963)— y en Barners & Noble le adviertan a uno: “no la compre, a menos que usted speak Spanish like a latino” no es la primera vez que la academia norteamericana reconoce la literatura de quienes hablan desde la periferia. Por ejemplo, las escritoras afro-americanas Alice Walter y Toni Morrison se lo ganaron en los ochenta –la primera por El Color Púrpura (1983) y la segunda por Beloved (1986). Oscar Hijuelos, nacido en Nueva York, fue el primer hispano en ganarse el Pullitzer, por Los Reyes del Mambo (1990). Pero la diferencia es obvia: Hijuelos baila al son que pongan en los yores, y Díaz se siente paria en todas las naciones.
Publicado en la revista Clímax (Octubre, 2008)
jueves, 23 de octubre de 2008
Vampiros muerden las librerías
EL NACIONAL - SÁBADO 18 DE OCTUBRE DE 2008 CULTURA/6
Cultura
SAGA Crepúsculo, Luna nueva, Eclipse y Amanecer son los primeros títulos de la colección sobre jóvenes chupa-sangre
Vampiros muerden las librerías
El fallido sadismo de Stephenie Meyer inspira una serie que compite con la magia de Harry Potter
(Imagen del Blog: Vampire Blog)
MICHELLE ROCHE RODRÍGUEZ
mroche@el-nacional.com
La leyenda del vampiro es inmortal en el imaginario colectivo. El retorcido fundamento de la popularidad del vampirismo es que representa una patología del humano: el sadismo oral, o deseo de lastimar a otros con la boca. Según Sigmund Freud, ésta es una aberración del "estadio oral" (el más primitivo del desarrollo psicosexual de las personas) asociado con la lactancia materna. Ocurre cuando el bebé saca sus primeros dientes y, al morder el pecho de su madre para comer, siente placer en el dolor que le produce. Desde las comunidades europeas medievales, cuando el chupa-sangre era el Diablo, hasta la sociedad de la Ilustración, cuando el conde Drácula se hizo la imagen críptica de la sexualidad victoriana, el vampiro ha encarnado la brutalidad de los impulsos más íntimos del ser humano frente a las intenciones civilizadoras de la modernidad.
Un ejemplo interesante de la fascinación que genera el vampirismo en las personas son los libros para adolescentes de Stephanie Meyer, una ama de casa mormona que alcanzó el estrellato editorial en 2005 cuando publicó su primera novela, Crepúsculo, una historia de amor entre una adolescente y un vampiro. Las secuelas, Luna nueva, Eclipse y Amanecer, continuaron cosechando éxitos.
Cuando su madre se vuelve a casar, Isabella (Bella) Swan se muda con su papá a un aburrido pueblo. Allí se enamora del chico peligroso de su clase, Edward Cullen. Aún sabiendo que es un vampiro, Bella persiste: "No podía hacer nada con mi aterrador secreto, ya que cuando pensaba en él, en su voz, sus ojos hipnóticos y la magnética fuerza de su personalidad, no quería otra cosa que estar con él de inmediato, incluso si... Pero no podía pensar en ello".
Luna nueva (2006), el segundo libro, explica cómo Edward abandonó a Bella para salvarla; y cómo ella, deprimida por su ausencia, se hace amiga de un licántropo –enemigo natural de los vampiros–.
La tercera entrega, Eclipse, fue publicada el año pasado.
Comienza con la vuelta de Edward. Narra la historia de la lucha entre malévolos vampiros neófitos (recién convertidos) y lo buenos, como los Cullen, que se ven obligados a unirse con los licántropos.
El cuarto tomo, Amanecer, acaba de ser editado en castellano –sólo meses después de su publicación en inglés–. Ya está en las librerías venezolanas, donde pueden comprarse todos los tomos por paquete. El último libro relata la unión definitiva entre Edward y Bella. Su prefacio es revelador: "Cuando amas a tu posible asesino te quedas sin opciones. (...) Si la vida es todo cuanto puedes darle al ser que más adoras ¿por qué no entregársela?" Esta historia de a m o r e n t re u n vampiro bueno y una empecinada humana se parece bastante al argumento de las primeras novelas de la saga Sookie Stackhouse –una colección de ocho bestsellers que se publica desde 2001–, escritas por Charlaine Harris.
En estos libros se basa la nueva serie de HBO, True Blood (dirigida pr Allan Ball, el mismo de American Beau ty), que detalla la coexistencia de vampiros con humanos en la compleja sociedad del sur de Estados Unidos.
El erotismo de la abstinencia. ¿Cómo no enamorarse de un superhombre que, en situaciones difíciles, se mueve como un bólido y demuestra fuerza excesiva? Edward no respira, duerme ni envejece. Como los de su estirpe, su piel es pálida y gélida. Es, sin embargo, un Nosferatu para la pacata sociedad estadounidense pues, al exponerse al sol, en lugar de freírse cual tocineta... ¡brilla! –detalle que haría a F. W. Murnau entrar en cólera–.
La escritora convierte en un ser bonachón a quien otrora representaba al demonio: Edward no bebe sangre humana, se alimenta de la caza de animales salvajes. ¡Buuu! ¿Y qué fue del placer erótico de la mordida? ¿De aquel tour de force que inmortalizó a Bela Lugosi como el hombre más apetecible del celuloide? La tensión dramática en la saga de Meyer es consecuencia de los actos de autocontrol que Edward tiene que efectuar para no morder a su novia. El tema es el poder de la elección moral, y no la permanencia de los instintos básicos en las sociedades modernas, lo cual es típico del vampirismo.
El género de la saga, literatura juvenil, arrebata el último placer oscuro de la leyenda: el sexo. "Puedes ir a cualquier parte para conseguir sexo gráfico –dijo Meyer a la revista Times–, pero es más difícil encontrar el romance que se limita a agarrase las manos". La autora, por su religión y su carácter, no es dada a los excesos: no bebe alcohol ni ve películas pornográficas. Resulta insólito, sin embargo, que declare que se parece más en el aspecto moral al vampiro Edward que a Bella, a quien describe como su retrato.
Ángel o demonio, Meyer consiguió anotar su nombre en la insólita bibliografía universal, en algún lado entre Anne Rice y J. K. Rowling.
NOTA POST EDICIÓN: Crepúsculo se estrena en Venezuela el 19 de diciembre
Crónica de la visita de Carmen Maura a Venezuela
EL NACIONAL - JUEVES 16 DE OCTUBRE DE 2008 ESCENAS/1
(fotografía tomada de Internet: http://www.basecine.net/caratulas/ataquenervios.jpg)
Escenas
Maura: "Un rodaje es como una misa"
La actriz española vivió la incomodad deliciosa de ser una celebridad y, aunque estuvo al borde de un ataque de nervios, se fue enamorada del físico de sus colegas venezolanos
MICHELLE ROCHE RODRÍGUEZ
mroche@el-nacional.com
"Me disculpas que me haya ido así anoche, Ignacio, pero es que no estoy acostumbrada a eso. Imagínate, gente tomándome fotos con cámaras... hasta con móviles. ¡Me dio como una cosa! Me tuve que ir." Así saluda Carmen Maura a Ignacio Castillo, director de La virgen negra.
A ella se le notan sus 63 años de edad en las ojeras y la ropa ajustada –una falda marrón de flores blancas a la rodilla, una camisa brillante y un chal ladrillo sobre los hombros–.
Castillo lleva sus 24 años de edad metidos en una Lacoste holgada que cae sobre sus jeans. Él no sabe sino sonreírle pues, en el momento, una turba de fotógrafos emerge para rodearlos. Están parados en la antesala al salón Río Rupunumi del hotel Meliá. Son las 10:15 am y la rueda de prensa está por comenzar.
Al disculparse con Castillo, la actriz española se refería a una escena de la noche anterior, durante el estreno de la película, cuando su presencia opacó la de cualquier otra personalidad –y había varias–.
Antes de comenzar la función se le acercaba gente a presentarle a su familia, a felicitarla por sus actuaciones, a tomarse una foto con ella, como se hace en Disney World. Un hombre le pidió un autógrafo diciéndole: "Me encantó tu papel en Ha ble con ella". Sin levantar la cara de la hoja, Maura respondió: "Pues será en Volver, porque yo no estuve en ésa".
Sí, la popularidad del director Pedro Almodóvar es su sombra. La intérprete lo llama "estigma". "Lo de Almodóvar me cansa un poco –dijo durante la rueda de prensa–. Mi reencuentro con él en relación director-actriz (en Volver) fue como siempre: el papel salió fenomenal, no tuve que ensayar ni un solo día y todo perfecto. Pero la amistad es imposible de recuperar. Estamos en distintos mundos y tenemos maneras diferentes de ver la vida. No es, para nada, el chico que yo conocí. No es de los directores con los que más me apetezca trabajar, pero si me llama para hacer un personaje difícil, porque no tiene quien lo haga, lo haré." No le gustan los aspavientos del star-system; eso es para la "otra Carmen", la actriz. Por eso odia Los Ángeles. "Hollywood me hubiera interesado si me hubieran ofrecido papelones, pero no ocurrió". Conoció el lugar con Antonio Banderas, cuando hicieron Mujeres al borde de un ataque de nervios.
"Antonio me recogió en mi hotel con un descapotable y todo el pelo para atrás. Me decía: `¡Éste es mi sitio!’ Yo no entendía qué le veía él". Le aconsejaron que se quedara unos meses, buscara un agente e hiciera contactos. "Respondí que estaría encantada de volver si me llamaban para trabajar, pero que no iba, con la edad que tenía, a empezar una lucha de cero, porque ya había luchado por mi carrera, que no se hizo en un día".
La diva blanca. En La virgen negra la actriz representó a la señora Isabel, fundadora del Pueblo de Negros, lugar donde transcurre la historia –Castillo explica que no hay una simbología específica detrás del nombre, así como tampoco hay nada detrás de la piel de la deidad–.
Maura aceptó el papel porque la cautivó el guión "estilo realismo mágico". Explicó que la película, "como parece un cuento", puede pegar en Europa. Interrogada acerca de su remuneración por este personaje, responde molesta: "No hice ningún sacrificio".
Recalca que disfrutó trabajar con Castillo, en quien asegura que ve potencial –y así debe ser, porque el realizador está a punto de publicar su primera novela, Penélope, con Random House Mondadori, y se prepara para comenzar el rodaje de su próxima cinta: La muerte de Márquez–.
A la actriz se le nota que da todo en caliente, sobre el set; pero, luego de terminar sus papeles los olvida rápido. "Un rodaje es como una misa, pero cuando los termino me corto el pelo y boto los guiones".
Señala que esto es una estrategia para no pegarse con los personajes.
"Bueno, chicos, esto se acabó", dice Maura para terminar la rueda de prensa, y deja caer sus palmas sobre la mesa. Acomoda su cartera y se levanta; mientras, Castillo contesta la última pregunta. Luego desaparece, dejando a periodistas de la radio con la palabra en la boca. Vuelve para dar respuestas lacónicas. Después pregunta: "¿Y para mí no hay café? ¿Dónde está el chico que lo servía?" El director concede: "Carmen Maura es una diva, porque producción tiene que estar pendiente de ella todo el tiempo". Sin embargo, agrega que la "diva" lo asesoró bastante –algo que hacía con Almodóvar en su época–. Incluso, refirió una anécdota jocosa de cuando lo acompañó a buscar una locación en las costas de Choroní y se encontraron con una marea inusualmente picada.
jueves, 11 de septiembre de 2008
EXHIBICIÓN DEL MAESTRO CARLOS CRUZ-DIEZ EN NY
Carlos Cruz-DIez muestra su obra “Fisiocromía no. 500”, la cual fue exhibida en la Bienal de Venecia en 1970.
“Quise buscar la solución a los problemas sociales desde el arte y sólo aprendí a trabajar la técnica”, explica. Luego de mucho trabajo descubrió que el color mismo, como experiencia y no como discurso estético, puede servir a la gente: sentir el color fuera del lienzo es una acción interactiva e íntima. “Es fácil decirlo hoy, pero mi noción del color me costó muchos años de aprendizaje”.
Exhibición del Maestro Carlos Cruz-Diez: (Medio: Mi Zona Hispana)
miércoles, 16 de julio de 2008
Mujeres que Están Como Cabras
(Prefacio para mi segunda colección de cuentos)
Me observé en el espejo, incrédula. A mí también me habían salido cuernos hacia atrás y una blanca barba alargada. Yo era una cabra. Por eso me buscaba este rebaño de mujeres enloquecidas. ¿Será esto una consecuencia más de mis amores a medio hacer o de mis esperanzas puestas en sueños ridículos? Ya lo diagnosticó mi psicóloga (la Yeza): estás como una cabra –¡y eso que no me ha visto pasar entre gritos las horas eternas del tráfico caraqueño!.
Me dijeron: escribe, y yo puse las manos sobre el teclado de la computadora. Conocí, entonces, la bendición de escribir desde la vagina—porque con el cerebro (hombres: anoten), no se puede entender a una cabra. Si a las mujeres se nos compara con los desagradables y cornudos mamíferos rumiantes que llevan un mechón de pelos largos colgante de la mandíbula inferior, es porque se no cree desequilibradas. En nuestro mundo, donde la construcción del significado es un privilegio de lo masculino, la fémina pugnaz tiene que estar loca.
Estas cabras, claro, tiraban para el monte, pero yo las detuve y las metí en la urbe. Sorpresa. Eran mujeres citadinas. Sus historias comenzaron a llenarme las páginas que siguen. A unas las malquerían los esposos, los novios, los amigos y hasta los hijos; a otras las habían atacado con palabras o con acciones, encerrándolas en la pasividad de sus hogares o condenándolas a vivir con la marca de la violencia en su memoria. Hubo una niña que, entre lágrimas, me dijo que querían matarla.
Aquí va una colección más que narra las historias de ciertas mujeres que no saben qué hacer con sus vidas. Otra. Como si medio universo no hubiera ya contado los mismos cuentos. Me disculpo. Pero los traumas que llevaban a cuestas y su alma revuelta me dieron lástima. Tuve que hacerlas ficción—advertencia: como todas ellas son del mismo rebaño, se conocen, y por eso esta colección tiene personajes que saltan de una narración a otra.
Cuando reviso lo que escribí, me da vergüenza, porque estas cabras son, como quien dice, medio oligarcas. Me gustaría haber contado también las historias de las otras, las que no tienen tiempo ni dinero para ponerse a lloriquear por hombrecitos, las que muerden la vida como si fuera un limón que se chorrea en verdes y en maduras.
Pero a mi me buscó el rebaño con las gevas más bobaliconas.
Yo, empero, tengo mucho que agradecerles: ellas me eligieron la Reina de las Idiotas este carnaval y es lo único que he ganado, así que lo voy a celebrar. No me queda más que amarlas, a ellas que son un poco de mi misma. Ahora, me precipito a cerrar la puerta de este corral de letras, no vaya a ser que alguien crea que estas cabras locas son, también, humanas. Por favor, juzguen con benevolencia a estas mujeres, pues cualquiera sea su falla es, más bien, de quien las metió aquí.
Michelle Roche Rodríguez
Julio, 2008.
Me observé en el espejo, incrédula. A mí también me habían salido cuernos hacia atrás y una blanca barba alargada. Yo era una cabra. Por eso me buscaba este rebaño de mujeres enloquecidas. ¿Será esto una consecuencia más de mis amores a medio hacer o de mis esperanzas puestas en sueños ridículos? Ya lo diagnosticó mi psicóloga (la Yeza): estás como una cabra –¡y eso que no me ha visto pasar entre gritos las horas eternas del tráfico caraqueño!.
Me dijeron: escribe, y yo puse las manos sobre el teclado de la computadora. Conocí, entonces, la bendición de escribir desde la vagina—porque con el cerebro (hombres: anoten), no se puede entender a una cabra. Si a las mujeres se nos compara con los desagradables y cornudos mamíferos rumiantes que llevan un mechón de pelos largos colgante de la mandíbula inferior, es porque se no cree desequilibradas. En nuestro mundo, donde la construcción del significado es un privilegio de lo masculino, la fémina pugnaz tiene que estar loca.
Estas cabras, claro, tiraban para el monte, pero yo las detuve y las metí en la urbe. Sorpresa. Eran mujeres citadinas. Sus historias comenzaron a llenarme las páginas que siguen. A unas las malquerían los esposos, los novios, los amigos y hasta los hijos; a otras las habían atacado con palabras o con acciones, encerrándolas en la pasividad de sus hogares o condenándolas a vivir con la marca de la violencia en su memoria. Hubo una niña que, entre lágrimas, me dijo que querían matarla.
Aquí va una colección más que narra las historias de ciertas mujeres que no saben qué hacer con sus vidas. Otra. Como si medio universo no hubiera ya contado los mismos cuentos. Me disculpo. Pero los traumas que llevaban a cuestas y su alma revuelta me dieron lástima. Tuve que hacerlas ficción—advertencia: como todas ellas son del mismo rebaño, se conocen, y por eso esta colección tiene personajes que saltan de una narración a otra.
Cuando reviso lo que escribí, me da vergüenza, porque estas cabras son, como quien dice, medio oligarcas. Me gustaría haber contado también las historias de las otras, las que no tienen tiempo ni dinero para ponerse a lloriquear por hombrecitos, las que muerden la vida como si fuera un limón que se chorrea en verdes y en maduras.
Pero a mi me buscó el rebaño con las gevas más bobaliconas.
Yo, empero, tengo mucho que agradecerles: ellas me eligieron la Reina de las Idiotas este carnaval y es lo único que he ganado, así que lo voy a celebrar. No me queda más que amarlas, a ellas que son un poco de mi misma. Ahora, me precipito a cerrar la puerta de este corral de letras, no vaya a ser que alguien crea que estas cabras locas son, también, humanas. Por favor, juzguen con benevolencia a estas mujeres, pues cualquiera sea su falla es, más bien, de quien las metió aquí.
Michelle Roche Rodríguez
Julio, 2008.
lunes, 9 de junio de 2008
Anécdota con Sabor a Ficción
(Borrador)
Para Don Eugenio
Una tarde sin fecha llega un poeta de semblante tranquilo a pedir un café. Lleva el pelo lacio y cortado a la usanza de los años cincuenta. Un par de lentes con montura gruesa le aportan seriedad a su cara de tímidas sonrisas, disimuladas entre los bigotes canosos. Trae bajo el brazo, como si fuera pan de a locha, un poemario de Fernando Paz Castillo. María se interesa inmediatamente en este señor con verbo de rimas exactas, tal y como pinta la delicadeza de su camisa abotonada completamente (incluso los dos minúsculos botones del cuello). María sabe que estos predios no son los de ese hombre.
Aquél era Eugenio, vástago de una ilustre familia portuguesa de panaderos artesanales que aprendió a cocinar sus poemas entre unos talleres llenos de harina. Viene a esta panadería caraqueña desde Valencia, arrastrado por un recuerdo. A finales de los ochenta, cuando se le encargó hacer una antología de Don Paz Castillo había tomado la costumbre de visitarle en su casa de Bello Monte para hablar de la vida y la literatura o de la literatura vivaz. Una tarde, se consiguió al anciano (el don representaba una generación de poetas consagrada en 1918) vestido “de paseo” (como dicen los hombres de antaño) y listo para embarcarlo en la aventura de atravesar Bello Monte y Las Mercedes, vecinas geográficamente, pero separadas en ése momento por un mundo de conductores tunantes moldeados con la soecidad de las complicadas horas pico del tráfico capitalino. En medio de la aventura, cuando el anciano poeta se vio encarado por un grosero taxista, mientras le blandía su bastón en actitud amenazante, como lo hiciere con la fusta cuando andaba a caballo por el mismo vecindario, Don Paz Castillo recordó que los tiempos avanzaban demasiado rápido, aunque pocas veces traen cambios. Ahora, cuando la vejez saluda a Eugenio, él se aferra a las rimas del Don con la esperanza de sobrellevar con ellas su destino triste destino de poeta consagrado en un país donde no quedan horas para la cultura. Pero nada de esto lo sabe la muchacha tras la cafetera.
María aparece en la mesita del fondo con un café para el personaje indescifrable. El olor del espumoso marrón grande, endulzado con una cucharada de azúcar morena, extrae a Eugenio de su lectura para recordarle el fin del primer café que María sustituye. Es la primera vez que ella sale de atrás de la cafetera para atender a un cliente, pero esto no lo sabe Eugenio.
En algún lugar del 2005
Para Don Eugenio
Una tarde sin fecha llega un poeta de semblante tranquilo a pedir un café. Lleva el pelo lacio y cortado a la usanza de los años cincuenta. Un par de lentes con montura gruesa le aportan seriedad a su cara de tímidas sonrisas, disimuladas entre los bigotes canosos. Trae bajo el brazo, como si fuera pan de a locha, un poemario de Fernando Paz Castillo. María se interesa inmediatamente en este señor con verbo de rimas exactas, tal y como pinta la delicadeza de su camisa abotonada completamente (incluso los dos minúsculos botones del cuello). María sabe que estos predios no son los de ese hombre.
Aquél era Eugenio, vástago de una ilustre familia portuguesa de panaderos artesanales que aprendió a cocinar sus poemas entre unos talleres llenos de harina. Viene a esta panadería caraqueña desde Valencia, arrastrado por un recuerdo. A finales de los ochenta, cuando se le encargó hacer una antología de Don Paz Castillo había tomado la costumbre de visitarle en su casa de Bello Monte para hablar de la vida y la literatura o de la literatura vivaz. Una tarde, se consiguió al anciano (el don representaba una generación de poetas consagrada en 1918) vestido “de paseo” (como dicen los hombres de antaño) y listo para embarcarlo en la aventura de atravesar Bello Monte y Las Mercedes, vecinas geográficamente, pero separadas en ése momento por un mundo de conductores tunantes moldeados con la soecidad de las complicadas horas pico del tráfico capitalino. En medio de la aventura, cuando el anciano poeta se vio encarado por un grosero taxista, mientras le blandía su bastón en actitud amenazante, como lo hiciere con la fusta cuando andaba a caballo por el mismo vecindario, Don Paz Castillo recordó que los tiempos avanzaban demasiado rápido, aunque pocas veces traen cambios. Ahora, cuando la vejez saluda a Eugenio, él se aferra a las rimas del Don con la esperanza de sobrellevar con ellas su destino triste destino de poeta consagrado en un país donde no quedan horas para la cultura. Pero nada de esto lo sabe la muchacha tras la cafetera.
María aparece en la mesita del fondo con un café para el personaje indescifrable. El olor del espumoso marrón grande, endulzado con una cucharada de azúcar morena, extrae a Eugenio de su lectura para recordarle el fin del primer café que María sustituye. Es la primera vez que ella sale de atrás de la cafetera para atender a un cliente, pero esto no lo sabe Eugenio.
En algún lugar del 2005
martes, 13 de mayo de 2008
Son Cosas de Familia
(Prefacio Para Mi Primera Colección de Cuentos)
En los meandros inauditos de mi cerebro descansan los siniestros y luminosos personajes de mis fantasías. Durante la vigilia cotidiana se esconden; esperan la noche y quizás mis sueños para hacer sus fechorías. Cuando apago la luz de la lámpara sobre mi mesa de noche, ellos consiguen un campo abierto por las sombras para salir de sus madrigueras. Se hacen de mi memoria y no puedo distinguir qué cosas de mi pasado son reales ni cuáles son engendros de la ficción. Han terminado por establecer un mundo donde ellos escriben las leyes. Me muevo a través de sus dictámenes como si yo misma fuera una imagen creada por ellos.
Pero ya no me consideran suficiente para contenerlos. Se hartaron de esperar en silencio o gritar sin respuesta dentro de mi cabeza. Han decidido, con su arbitrariedad de seres etéreos, que debo convertirlos en palabras y dejarlos salir al mundo. Se hastiaron de mi. Desean probar su suerte y quieren meterse en otros cerebros. Quieren que otros seres –de ésos que llevan piel sobre los huesos y sangre entre las venas– lloren sus ansiedades. No me queda más que vestirles de blanco y negro para soltarles sobre papel. Les deseo suerte, aunque me avergüenza su talante alborotador.
Aquí están impresas algunas de sus hechuras. Aunque son autónomos, estos personajes están marcados por mis obsesiones: la manía inexpugnable de conocer los secretos atesorados por nuestro pasado y los vericuetos de nuestros linajes. Por eso aquí sólo hay Cosas de Familia, de prosapias distintas a mi árbol genealógico, pero cuyas historias se parecen a los cuentos de ciertos antepasados parlanchines.
La familia es nuestra patria primigenia. Quienes nos crían moldean el territorio donde construimos nuestros humores. Por eso, la infancia se parece a la historia: es el lugar donde nos hacemos y desde donde salimos a buscar cuitas propias, ya marcados por las angustias de los nuestros. O quizás no sólo son cosas de familia sino propias, pues mi sueño recóndito es volver a ser una niña; aunque sea sólo para contar con la fuerza protectora de los míos.
Yo quiero vivir para siempre en la patria fantástica que fue mi infancia. Moverme encima del mapa que mi abuelo Bacha tenía marcado con las tintas de sus viajes oníricos y conseguir el país de las maravillas donde habitaba mi abuela Alicia. Yo quiero hablar con las marionetas de mi abuela Flor, porque ellas recitaban pensamientos de Nietzche. Yo quiero merendar todas las tardes croissants de mantequilla con mi abuelo Oswaldo, el andino más criollo que he conocido, hasta en el detalle de ser extranjero. Me quiero meter en la chifonier de mi abuela Mamí y ponerme todos sus collares, reventarlos hasta que no quede una sola cuenta junto a la otra… sólo para verla sonreírme. Quiero que mi abuela Delia me cuente cómo eran las fiestas de frac y condecoraciones donde ella bailaba su juventud. Quiero ver a mi tía Tina vestirse para una fiesta, frente a un desbarajuste de trajes y revistas sobre su cama. Quiero que mi tío Eduardo me enseñe a firmar mi nombre y que mi tío Chino vuelva a pellizcarme la nariz. Quiero verme en las pupilas de todos ellos, porque sólo su cariño sin mesura puede hacerme impoluta.
Quiero volver a tener diez años. Entonces podría sostener entre mis brazos a mi hermano Marcel, como lo hice el día que nació. Volvería yo a enamorarme de su sonrisa ligera: tímida premonición de un carácter fácil.
Más que cualquier otra cosa, quiero volver a la casa de mi infancia, pues ésta fue un carnaval. Allí, la voz gruesa de mi mamá podía oírse por todos los cuartos cuando ella recitaba los guiones de sus obras teatrales. Allí, mi papá destilaba sus sensibilidades trágicas todos los domingos haciéndole coro a Pavarotti en Nessun dorma. Yo iba de la sangre de Lady Macbeth a las fiestas de Violeta Valery, Semper libera… como ellos me hicieron.
Pero el tiempo corre, y me toca cumplir treinta años. Por eso sólo me queda crearme ficciones. Me disculpo por exponerles a estas fantasías: relatos de padres, nietos, hermanos, sobrinos y amigos –por que hablar de familias es hablar, también, de otras uniones imperecederas. Debe ser que me encuentro lejos de los míos y me angustia pensar que algún día me faltarán.
Aquí van los familiares hechos por mis fantasías, ojala ellos sepan hacerse dignos del tiempo que les tomará conocerlos.
Abril de 2008.
En los meandros inauditos de mi cerebro descansan los siniestros y luminosos personajes de mis fantasías. Durante la vigilia cotidiana se esconden; esperan la noche y quizás mis sueños para hacer sus fechorías. Cuando apago la luz de la lámpara sobre mi mesa de noche, ellos consiguen un campo abierto por las sombras para salir de sus madrigueras. Se hacen de mi memoria y no puedo distinguir qué cosas de mi pasado son reales ni cuáles son engendros de la ficción. Han terminado por establecer un mundo donde ellos escriben las leyes. Me muevo a través de sus dictámenes como si yo misma fuera una imagen creada por ellos.
Pero ya no me consideran suficiente para contenerlos. Se hartaron de esperar en silencio o gritar sin respuesta dentro de mi cabeza. Han decidido, con su arbitrariedad de seres etéreos, que debo convertirlos en palabras y dejarlos salir al mundo. Se hastiaron de mi. Desean probar su suerte y quieren meterse en otros cerebros. Quieren que otros seres –de ésos que llevan piel sobre los huesos y sangre entre las venas– lloren sus ansiedades. No me queda más que vestirles de blanco y negro para soltarles sobre papel. Les deseo suerte, aunque me avergüenza su talante alborotador.
Aquí están impresas algunas de sus hechuras. Aunque son autónomos, estos personajes están marcados por mis obsesiones: la manía inexpugnable de conocer los secretos atesorados por nuestro pasado y los vericuetos de nuestros linajes. Por eso aquí sólo hay Cosas de Familia, de prosapias distintas a mi árbol genealógico, pero cuyas historias se parecen a los cuentos de ciertos antepasados parlanchines.
La familia es nuestra patria primigenia. Quienes nos crían moldean el territorio donde construimos nuestros humores. Por eso, la infancia se parece a la historia: es el lugar donde nos hacemos y desde donde salimos a buscar cuitas propias, ya marcados por las angustias de los nuestros. O quizás no sólo son cosas de familia sino propias, pues mi sueño recóndito es volver a ser una niña; aunque sea sólo para contar con la fuerza protectora de los míos.
Yo quiero vivir para siempre en la patria fantástica que fue mi infancia. Moverme encima del mapa que mi abuelo Bacha tenía marcado con las tintas de sus viajes oníricos y conseguir el país de las maravillas donde habitaba mi abuela Alicia. Yo quiero hablar con las marionetas de mi abuela Flor, porque ellas recitaban pensamientos de Nietzche. Yo quiero merendar todas las tardes croissants de mantequilla con mi abuelo Oswaldo, el andino más criollo que he conocido, hasta en el detalle de ser extranjero. Me quiero meter en la chifonier de mi abuela Mamí y ponerme todos sus collares, reventarlos hasta que no quede una sola cuenta junto a la otra… sólo para verla sonreírme. Quiero que mi abuela Delia me cuente cómo eran las fiestas de frac y condecoraciones donde ella bailaba su juventud. Quiero ver a mi tía Tina vestirse para una fiesta, frente a un desbarajuste de trajes y revistas sobre su cama. Quiero que mi tío Eduardo me enseñe a firmar mi nombre y que mi tío Chino vuelva a pellizcarme la nariz. Quiero verme en las pupilas de todos ellos, porque sólo su cariño sin mesura puede hacerme impoluta.
Quiero volver a tener diez años. Entonces podría sostener entre mis brazos a mi hermano Marcel, como lo hice el día que nació. Volvería yo a enamorarme de su sonrisa ligera: tímida premonición de un carácter fácil.
Más que cualquier otra cosa, quiero volver a la casa de mi infancia, pues ésta fue un carnaval. Allí, la voz gruesa de mi mamá podía oírse por todos los cuartos cuando ella recitaba los guiones de sus obras teatrales. Allí, mi papá destilaba sus sensibilidades trágicas todos los domingos haciéndole coro a Pavarotti en Nessun dorma. Yo iba de la sangre de Lady Macbeth a las fiestas de Violeta Valery, Semper libera… como ellos me hicieron.
Pero el tiempo corre, y me toca cumplir treinta años. Por eso sólo me queda crearme ficciones. Me disculpo por exponerles a estas fantasías: relatos de padres, nietos, hermanos, sobrinos y amigos –por que hablar de familias es hablar, también, de otras uniones imperecederas. Debe ser que me encuentro lejos de los míos y me angustia pensar que algún día me faltarán.
Aquí van los familiares hechos por mis fantasías, ojala ellos sepan hacerse dignos del tiempo que les tomará conocerlos.
Abril de 2008.
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