lunes, 31 de octubre de 2016

A falta de honra…


“¡Ay, honra! Como eres vida
del corazón principal,
si una vez estás perdida,
nunca, tarde, poco o mal,
le será restituida”
Lope de Vega

La “honra” es un concepto fundamental en la literatura española. Constituye una red diversa de discursos e instituciones donde resulta crucial el lugar que ocupa cada familia en la sociedad. Proviene de la época de los Reyes Católicos, cuando medidas excluyentes marginaron de la vida pública de los reinos ubicados en la península ibérica a judíos y musulmanes conversos al catolicismo –llamados “nuevos cristianos”, en contraposición a los “viejos cristianos”, supuestos modelos de españolidad–. Se relaciona con la noción de integridad, que fue el atributo más celebrado en los soldados que emprendieron la Reconquista.
En el contexto de la lucha contra los musulmanes, la pureza racial del caballero se convirtió en un sinónimo de su integridad. Como el caballero era vasallo de Nuestra Señora, su integridad fue un reflejo de la virginidad de María. Así nació un personaje que quedaría inmortalizado en la literatura: el hidalgo. Como sinónimo de noble, la palabra significa “hijo de algo” y describe a los caballeros que se repartieron los territorios de Al-Ándalus. Su influencia fue determinante para la vida política, social y cultural de las nuevas parroquias cristianas. Con el tiempo, esta clase se articuló como una minoría enquistada en el poder. La retórica del soldado probo que se construye como un sinónimo de limpieza –que es “de sangre”, como la que supuestamente corría por las venas de los cristianos viejos– fue posible a partir de la insistencia en la virginidad de María, que era a un tiempo madre de Dios y de sus súbditos, además de pareja de Cristo y la esposa ideal del soldado.
En el Siglo de Oro la honra fue un sistema de convenciones morales tomadas del catolicismo e impuesto sobre las minorías religiosas. Para 1850 se había convertido en un sinónimo de reputación y, aunque habían desaparecido las leyes de pureza de sangre, se mantenía la creencia de que el linaje determinaba el estatus de cada quien; es decir: la integridad todavía constituía la interpretación que los demás hacían del valor de cada quien. A este discurso se enfrentaron las vanguardias culturales de finales de esa centuria y la siguiente. La persistencia del paradigma católico en pleno siglo XXI, así como la aparente invencibilidad de ciertas élites y la celebración de la mujer joven que signa la doncella me hace preguntarme qué tan lejos estamos hoy de aquella época de las vírgenes y los hidalgos.



lunes, 24 de octubre de 2016

Pensar con el corazón


El impulso que inicia la escritura no está en el cerebro, sino en el corazón. Tengo la mala costumbre de pensar primero desde la víscera que palpita en el centro de mi pecho y, luego, intelectualizar mis sentimientos. Al principio, de forma invariable, lo único que existe es una idea que viene envuelta en una emoción. Para mí la escritura es el proceso de construir un pensamiento al que me he anclado de forma afectiva. Por eso, cada vez que me enfrento a una polémica tardo mucho tiempo en entender por qué pienso de una determinada manera. O, para ser más exacta: por qué hay cosas que me molestan o me agradan tanto que me dejan pensando hasta que elaboro una explicación coherente.
Ilustración: Luis Suárez Galán
Durante mucho tiempo quise esconderme de mi y de los demás esta forma de pensar –nunca mejor dicho: forma– que privilegia lo orgánico sobre lo apolíneo. Solo eso explica que a veces una idea (que primero fue desazón o alegría) tome los derroteros de la narración o otras las del ensayo. Nunca los de la poesía porque conozco mis limitaciones. 
Quizá sea a eso a lo que algunos llaman obra: la obsesión perenne con algunos asuntos. El convencimiento de que ciertas ideas nos generarán apoyo o rechazo de forma automática. Que escribir es, ante todo, una manera de entendernos.

@michiroche 

lunes, 17 de octubre de 2016

De populismo, bardos y premios

Acorde con los tiempos que vivimos, la Academia Sueca otorgó a Bob Dylan el Premio Nobel de Literatura en un ejercicio de populismo. No nos engañemos pensando que la decisión reconoce los aportes del cantautor a la cultura universal o por la revolución que su música supone en la tradición estadounidense (yo añadiría que mundial). Ni siquiera porque su música es poesía. Y la suya es de lo mejor en el género de la lírica que ha producido la era contemporánea. El problema es que el anuncio de la institución que cada año otorga el premio más importante de las letras en el mundo produjo (al menos) tres eslóganes simplificados. Uno, que hay muchas formas de escritura. Dos, que la literatura es un fenómeno cultural híbrido. Tres, que es hora de acercar la Academia a las masas.
No digo que Bob Dylan no sea intelectual. No digo que la literatura no le deba su existencia a la trovadoresca y juglaresca. No digo que la literatura no sea el germen de la música (como lo es también, por cierto, del cine y de la televisión); o viceversa, que de la música no nació la poesía. Lo que digo es Robert Allen Zimmerman se define a sí mismo como músico. ¿Por qué quiere una academia decirle que es otra cosa?
Bob Dylan por Francisco Javier Olea
Tampoco digo que la única forma de escritura esté en novelas, poemarios y cuentos. Eso sería estrechez de miras. Espero, para celebrarlo, el momento en que entren a la quiniela del Nóbel Art Spiegelman, autor de la novela en cómic Maus, y Maryana Satrapi, autora de Persépolis. Igual que hace Dylan con la música y Svetlana Alexiévich con el periodismo, Spiegelman y Satrapi usan la ilustración para contar las realidades del mundo con la coherencia que esperamos de la literatura. ¿En la era de los discursos multimedia vamos a seguir peleando por qué es literatura?
Sí, hay muchas formas de escribir, pero esto va más allá de la discusión sobre la pluralidad. Pero, antes de entra en ese tema y referirme al tercer eslogan producido por el fallo de la academia, tengo que decir no comparto la postura de quienes critican que el Nobel 2015 se le diera a Alexiévich diciendo que es periodista y no escritora. Como si el periodismo no fuese también un género de la literatura. Es cierto que no todos los periodistas son escritores (hay muchos en los soportes de televisión y radio) y que es mediocre gran parte de la escritura que se lee hoy en los periódicos, pero también hay mala narrativa de ficción y poesía cursi. Un año después de que Alexiévich saltara a la fama con el mismo premio que la Academia otorga ahora a quien no puede ser más popular, no hay excusas para no conocer la profundidad del trabajo de la autora nacida hace casi setenta años. Lamento aquellos que no la hayan leído, pues han perdido un documento crucial para medir el fracaso de la utopía soviética cuyo valor es narrar desde las víctimas de la historia. ¿Quién me va a decir que eso no es Literatura?
El anuncio del premio a Dylan no solo le reconoce como autor, constituye un discurso populista de la Academia al que debemos atender. En su acercamiento a las masas, la decisión de los suecos – y bien que se han hecho los suecos– invade los lugares tradicionales de la literatura para implantar la polémica, preferiblemente la alimentada con juicios categóricos y mejor si estos pueden resumirse en 140 caracteres. Porque lo importante aquí son los efectos de la polémica y no su contenido. En una época cuando asistimos a la erosión de los espacios físicos para el fomento de la lectura, las librerías quiebran y los estados no sueltan los fondos para mantener loes espacios culturales, la institución que otorga el premio más importante de la literatura no dirige a la gente a la sala de lectura de la biblioteca. Por que los autodenominados defensores de la literatura pop por lo menos me concederán que al señalar que Dylan creó “nuevas expresiones poéticas en el marco de la gran tradición musical americana”, se dirige a los lectores a las discotiendas –o, por lo menos, a iTunes–. Pues mientras intentamos definir el ámbito de la literatura nos mantenemos pegados a la pantalla de la computadora o del móvil.
En la producción de los discursos sobre las muchas formas de hacer literatura, su cualidad híbrida y la necesidad de acercarse al público, los académicos construyeron una enorme bomba de humo que lanzaron a nuestras caras y se retiraron por la puerta de atrás mientras lectores, escritores, periodistas y críticos literarios se atacan entre sí con la más vieja pregunta de la literatura. La discusión me interesa menos que los métodos por medio de los cuales las instituciones de poder quieren hacernos creer que nos representan. En un mundo habitado por unos siete mil millones de personas, donde las redes sociales han creado la ilusión de que la comunicación es, por fin, horizontal –aunque sabemos que el verdadero poder de esa comunicación se encuentra en el famoso algoritmo de Google– las instituciones tienen que hacernos creer que están cerca de nosotros para validar su poder. Y si hay un grupetín que en los últimos años ha sido tachado una y otra vez encerrarse en una torre de marfil es el de las personas que eligen el Premio Nobel de Literatura.
El falso problema de qué es y qué no es literatura distrae de la discusión que deberíamos tener: la imposibilidad de llegar a todas las lecturas que nos permitan hacernos una mínima idea de la anchura y la profundidad de este mundo. Si es por escuchar, ya llevamos décadas escuchando a Dylan y sobre Dylan. Mi recriminación a la academia sueca puede resumirse en un solo gran reproche: que no nos puso a leer.

@michiroche
  

lunes, 10 de octubre de 2016

El dragón en el libro.


“La verdad tiene estructura de ficción”
Jean Jacques Lacan

El primer gran obstáculo al cual nos enfrentamos en la escritura es el propio perfeccionismo. Terminar una obra es nuestra primera gran hazaña literaria. Puesto que somos prisioneros del eterno cuarto oscuro que es nuestra mente, escribir añade una vertiente adicional al lugar común de que crear significa ordenar el caos. A tientas otorgamos un lugar a los objetos que son nuestras ideas y, por la falta de luz, desconocemos en qué parte del proceso estamos: si hemos deshecho el principio o ya hemos trascendido la mitad.
La escritura se define por un momento “eureka”, cuando como Arquímedes dentro de la bañera nos enfrentamos a nuestras propias reflexiones en papel (o en la pantalla del computador) y entendemos que el nivel de agua sube cuando nos sumergimos. Así ocurre con la idea desarrollada en el manuscrito: lo que comenzó como una duda se ha convertido en un soliloquio de decenas de páginas que contiene nuestra perspectiva del mundo. El libro es la transmutación de las nociones en una forma particular de percibir una realidad. Y esto es cierto para la prosa, del ensayo o de la narrativa, tanto como para la lírica. ¿Qué es una novela sino argumentos que signan la vida?, ¿qué es un ensayo sino observación?, ¿qué es la poesía sino el encubrimiento del abismo?
Terminar un libro es como matar a un dragón. Aquí insinúo otro lugar común: escribir es exorcizar demonios. Si el animal fantástico que ha dejado sus huellas por casi todas las culturas del mundo es símbolo (al menos en Occidente) del mal y la escritura nos enfrenta a nuestros temores, el manuscrito final es el lugar donde se han vencido o, al menos, mantenido a raya las inseguridades que alimentan nuestro perfeccionismo. La misma imagen mitológica del ser que escupe fuego puede extenderse hasta el ámbito de la lectura. El dragón no existe más que en nuestra imaginación social, en ese orden que en las obras del psicólogo J. J. Lacan se llama “simbólico”. Allí se enfrentan la intimidad psíquica de cada quien con la cultura. La obra es, en consecuencia, el lugar donde, después de pasar por el tamiz del lenguaje, se encuentran la imaginación del escritor con la del lector. En esta época de conservacionistas, donde las batallas contra los dragones ocurren en la realidad virtual, el final del libro es la disipación de la oscuridad. La del escritor tanto como la del lector.

lunes, 3 de octubre de 2016

Literatura, enfermedad y deterioro


La desordenada violencia venezolana halla su formulación cultural más poderosa en una literatura cuyo tema reiterativo está en las imágenes del deterioro que vienen instalándose en la narrativa desde una década antes de la formulación del chavismo como opción política. En los últimos veinte años ese motivo se ha convertido en el fundamento de innumerables metáforas entre las cuales se encuentran las imágenes del fracaso institucional y la apología a la nostalgia y las descripciones de una inabarcable sensación de extranjería, de quien vive dentro del país como un extraño o de quien ha tenido que emigrar.
Muchos han llamado “insilio” a esa sensación de exilio dentro del propio país que resulta del profundo deterioro social. Algunas de sus figuraciones pueden encontrarse en novelas publicadas fuera de Venezuela pero no propiamente desde la perspectiva de quienes han emigrado, como Patria o muerte de Alberto Barrera Tyszka (2015) editada por el sello Tusquets y The Night, publicada este año por Rodrigo Blanco Calderón en editorial Alfaguara. En la primera se unen tres hilos argumentales: el de un médico recibe una caja con un celular donde están grabados videos de Chávez antes de operarse en Cuba, el de una niña que vive encerrada en casa debido al temor de su madre ante la violencia urbana encuentra un amigo en Internet y una mujer que se niega a abandonar el apartamento que alquila tiene que soportar la invasión de su arrendataria y de unas ocupas que le hacen la vida imposible. En la segunda novela, la crisis energética de Venezuela que obligó al gobierno a imponer cortes eléctricos a diario durante largas horas sirve de metáfora para la sensación de que el chavismo representa el fracaso de la modernidad. Ambos autores exponen sus ansiedades. Mientras Barrera Tyszka vuelve a la metáfora del deterioro físico que está en e núcleo de su novela La enfermedad, Blanco Calderón construye una novela polifónica en la que destacan los personajes de un escritor fracasado y de un psiquiatra que intentan darle sentido a la distópica realidad en la que viven. Se trata de otro retrato de personajes mediocres, como los de su colección de cuentos anterior, Las rayas donde esta característica toma la forma de seres obsesivos: los melancólicos, los depresivos, los drogadictos y los santos; sujetos que determinan su vida por un ideal que no saben si pueden encarnar en la realidad.
En la descripción de la realidad de nuestro país, los venezolanos hemos creado un género narrativo propio que no solo nos distingue sino del que parece imposible escapar: la narrativa del deterioro.