El
pequeño Jorge Luis le tenía terror a los espejos. Entonces lo llamaban Georgie
y tenía pesadillas: soñaba con laberintos, tigres y, claro, espejos. Adosado al
gran ropero estilo siglo XIX que estaba en su dormitorio había uno grande donde
se reflejaba su imagen cuando estaba acostado sobre la cama. La noches de su
niñez fueron un solo temor: quedarse solo con aquella enorme superficie
metálica en la que veía desaparecer su propia imagen al apagarse las luces. Era
durante esas noches cuando las metáforas de la muerte le asaltaban. El miedo al
espejo se agrandaba por no poder mirar qué era lo que allí se reflejaba en la
oscuridad. Y salía de una pesadilla a otra como de un sueño en un sueño, cuando
se levantaba, sudoroso y temblando para encontrarse con la oscura brillantez de
aquel ropero, reflejando una perspectiva que no podía ver.
Quizá fue en aquellos momentos
de pánico cuando el futuro Jorge Luis Borges comenzó a fraguar la obra que lo
convirtió en un autor universal. Porque, aunque “le diera por pensar” –para
usar una construcción verbal a imagen de
su estilo– que los espejos eran asuntos medio demoníacos, no podía negar una
cualidad básica de estos objetos: multiplican a la persona, dándole atributos
de divinidad. Y, en lo que refleja, el espejo es también un simulacro del
mundo. Medio filósofo, medio asceta, a Borges no podía escapársele eso: la prolongación
que de este mundo imperfecto hace la literatura. Y he allí que Borges, para
llegar a ser Jorge Luis Borges e incluso “Borges y yo”, tuvo que verse
reflejado en sus miedos. Y multiplicarlos a través de su obra.