Una frase de Morábito me llena de inquietud: Que el último
reducto del alma es el acento. Está en la entrada “Qué es el diablo” de su
libro El idioma materno, donde se
refiera a la singularidad que muestra la manera de hablar de una persona que se ve obligada a vivir lejos
de su idioma materno. Dice Morábito que cuando vuelve a casa ha perdido el
pleno dominio de la lengua materna y sus coterráneos lo miran recelosos porque
aunque usa las palabras correctas y replica vagamente el acento de su tierra,
hay una sombra en su fonética que revela los años fuera de su país. Para
ilustrar sus reflexiones, cuenta la historia de un hombre que había pasado 40
años fuera de su país y que para evitar las miradas recelosas de los otros se
inventó un acento en su propio idioma, con el objeto de pasar “como un
extranjero que hablaba admirablemente bien y no como un nativo que había
perdido su práctica”. En un giro de la narración que evidencia una entrada de
lleno en el territorio de la ficción, Morábito señala que, incluso cuando
estaba solo, este hombre hablaba con ese acento inventado. Entonces es cuando
lo compara con el diablo, porque para este autor mexicano nacido en Alejandría
de padres italianos, el acento más que la lengua materna es la trinchera del
alma. Un hombre que no tiene acento –reflexiona– no tiene alma: es la
quintaesencia de la maldad. Belcebú.
Y esa reflexión me hace cerrar el libro y ponerme a escribir
esto, porque me doy cuenta de que esas palabras me hicieron daño. Esto se debe
a algo que nunca he confesado antes: detesto mi acento. Lo detesto por su falta
de eses, por la manera en que golpea a ciertas palabras, porque parece que el
sol caribeño ha derretido las esquinas de ciertas frases que sisean con ferocidad.
Por favor, no me mal interprete: adoro el castellano, mi lengua materna, con
la misma fuerza con la que amo la
literatura. Como herramienta de comunicación, este no solo me permite la
interacción con otros, sino también la capacidad de estructurar mi propia identidad.
Además, sobre mi lengua materna he construido la vida, porque escoger la
literatura no es una decisión profesional sino un apostolado.
Pero no es hablar castellano, ni si quiera hablarlo con
acento, lo que me iguala al diablo de Morábito. Es que me reconozco un poco en
la impostura de aquel hombre que inventaba una forma de hablar, porque querer
salirse de su propio acento y meterse en el habla de otros es una metáfora de
la lectura: soy lectora porque quiero salir de mi manera de hablar y modular la
de otros. Soy una impostura diabólica. Alguien que al sentirse desagradada por
un rasgo propio que no puede cambiar termina imitando a otros: alguien sin alma que busca la de los demás. Belcebú. Una
lectora.