Llegar
a un libro buscando la respuesta a una pregunta específica es un error. Ya
debía yo saberlo. Aquello que en los investigadores es prerrogativa, en el
lector es imperdonable. Así que cuando tomé el ensayo Historia cultural del dolor (2011) de Javier Moscoso, con la esperanza de que revelara algo sobre el
significado de eso que la Real Academia de la Lengua define como “sentimiento
de pena y congoja”, apostaba por la decepción. Quería entender cómo duele el
dolor y recurrí a 400 páginas de una explicación pormenorizada de las de las
materializaciones que este sentimiento ha tenido a lo largo del tiempo.
Por
eso no tengo juicio que proponga algo sobre la sesuda investigación de Moscoso,
interesante porque se inserta en la corriente posmoderna del estudio histórico
de las emociones. Y es que aunque el libro vino a buscarme como dice Juan
Villoro que hacen los libros salvajes, no era lo que yo necesitaba.
El
libro me interesaba desde un año antes de la muerte de mi padre porque entiendo
que la alquimia de las sensaciones fragua las razones de la vida y, por su
puesto, de la historia. Además, la necesidad de entender los sentimientos y su
repercusión en la vida de afuera es una vieja manía mía. Entre 2006 y 2007 tomé
en NYU, con el catedrático Robert Dimit, una clase cuyo eje era demostrar cómo
los sentimientos no existieron en la historia del ser humano hasta el ascenso
de la psicología como disciplina central de la modernidad. Y, aunque Dimit y yo
no nos llevamos bien –y todo empeoró cuando propuse un trabajo donde intentaba
probar que en la pintura de El Greco el concepto católico de Gracia Divina se
convertía en una manifestación afectiva matizada por diversos tonos de blanco–,
yo entendía que las emociones son manifestaciones culturales en las que se
integran las características individuales. Quizá quería volver sobre eso a
partir del ensayo de Moscoso y entender por qué, si se supone que estoy
apesadumbrada, no hay nada específicamente físico que me duela desde la muerte
de papá. Hay aspectos de la rutina que se mantienen igual e, incluso, siento muchas
ganas de reír y tengo dentro de la cabeza más proyectos que nunca. ¿Qué habrá
de malo en mi?¿Será, entonces, que no es dolor lo que siento? Dentro de mi no
hay ahogo ni vacío: solo el abismo terminante de la nada.
Quizá
el ejercicio de la lectura de Historia
cultural del dolor apenas sirva para enseñarme a cerca de las vertientes
irreconciliables de la congoja y la investigación. A entender que no tiene
ningún sentido intentar entender o siquiera nombrar –y, por ende, poner
límites– a algo que se siente.
Seguiré por la vida sin saber qué siento con el miedo a mis reacciones
radicales, a veces poniéndome tan contenta que una sola imagen nostálgica, al
cruzar mis pensamientos, me precipita a la tristeza que se siente como un vacío.
No hay comentarios:
Publicar un comentario