Hay para quienes lo más natural
es escribir en primera persona del singular. Quizá esto se deba a que de esa
manera el narrador puede quedarse cerca del autor. Esto causa dos problemas.
Uno es que evita el desarrollo de una voz fresca; el otro, que el autor puede
obstaculizar el desarrollo del personaje que es el narrador. A cambio, su voz resuena
enorme, indiscutible, autoritaria. Esto es más evidente en los textos donde
narrador y protagonista son el mismo; así, el personaje del texto se convierte
en la persona del escritor.
Por su puesto que el despotismo
no es exclusivo de la primera persona, a veces esto ocurre también con la
tercera. El ejemplo por antonomasia es Los
Miserables de Victor Hugo, donde resulta imposible escapar de la
consciencia política de su autor. En el ensayo La Tentación de lo imposible, Mario Vargas Llosa desentraña el
mecanismo formal del clásico literario francés y descubre un narrador
“vanidoso, excesivo y caprichoso” al que admira tanto en su maestría formal
como en su postura ética. En La herencia
de la tribu, Ana Teresa Torres señala que la voz a-lo-Victor-Hugo sugiere epopeyas y que por eso la usaba Hugo Chávez
en sus extensísimos discursos: le otorgaba superioridad litúrgica.
Porque el autoritarismo de la
primera y de la tercera persona del singular me parecen poco fiables prefiero
la segunda persona. No evita que el narrador se coloque sobre el lector, pero
invoca la complicidad, que siempre es un método para equiparar a la gente. Ese tú
implícito alude al lector y establece una relación de cómplice con el narrador,
automáticamente involucrándolo en lo contado. Yo autor tengo el estilo y la voz
que configuran al narrador; tú lector, escuchas. Hay dependencia entre nosotros.
La segunda persona llama con tanta fuerza al lector que da la impresión de que
la acción no existe si este no la lee. Te cuento en un susurro cerca de la
oreja. Soy toda palabras; tú, todo oídos.