lunes, 26 de septiembre de 2016

Mi persona favorita eres tú.

Hay para quienes lo más natural es escribir en primera persona del singular. Quizá esto se deba a que de esa manera el narrador puede quedarse cerca del autor. Esto causa dos problemas. Uno es que evita el desarrollo de una voz fresca; el otro, que el autor puede obstaculizar el desarrollo del personaje que es el narrador. A cambio, su voz resuena enorme, indiscutible, autoritaria. Esto es más evidente en los textos donde narrador y protagonista son el mismo; así, el personaje del texto se convierte en la persona del escritor.
Por su puesto que el despotismo no es exclusivo de la primera persona, a veces esto ocurre también con la tercera. El ejemplo por antonomasia es Los Miserables de Victor Hugo, donde resulta imposible escapar de la consciencia política de su autor. En el ensayo La Tentación de lo imposible, Mario Vargas Llosa desentraña el mecanismo formal del clásico literario francés y descubre un narrador “vanidoso, excesivo y caprichoso” al que admira tanto en su maestría formal como en su postura ética. En La herencia de la tribu, Ana Teresa Torres señala que la voz a-lo-Victor-Hugo sugiere epopeyas y que por eso la usaba Hugo Chávez en sus extensísimos discursos: le otorgaba superioridad litúrgica.
Porque el autoritarismo de la primera y de la tercera persona del singular me parecen poco fiables prefiero la segunda persona. No evita que el narrador se coloque sobre el lector, pero invoca la complicidad, que siempre es un método para equiparar a la gente. Ese tú implícito alude al lector y establece una relación de cómplice con el narrador, automáticamente involucrándolo en lo contado. Yo autor tengo el estilo y la voz que configuran al narrador; tú lector, escuchas. Hay dependencia entre nosotros. La segunda persona llama con tanta fuerza al lector que da la impresión de que la acción no existe si este no la lee. Te cuento en un susurro cerca de la oreja. Soy toda palabras; tú, todo oídos.

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