En tu pecho hizo nido una tristeza
blanca como la luz del Caribe. Con tus manos morenas y huesudas la has doblado
varias veces para no mirar la frase escrita a lápiz que tiene en el centro. Han
quedado doce puntas visibles. La fluorescencia se quiebra y las esquinas raspan
tu garganta cuando intentas tragártela. Sufres amagos de pesadumbre, pero
respiras hondo para distraerlos. Sientes un dolor seco y hasta te parece que quizá
no duele tanto como debería. Sin embargo, de cualquier cosa lloras y todos los
ruidos te suenan como si fueran canciones. Te ataca el miedo a que el tiempo
pase y olvides aquellos colores,
sonidos y olores que dejaste atrás. Que la vuelvas a perder de vista, que la mates
por segunda vez con una muerte de mengua. También sientes que el tiempo sobra y
que nunca te has ausentado. Luego observas cómo, sin hacer el más tenue ruido,
el ambiente explota en un halo de luz incandescente y tú misma te encuentras en
el centro de tu tristeza, hecha una frase escrita a lápiz. Envuelta en el
silencio.
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