Acabo de terminar un cuento que se me ocurrió ayer y me hago un té para comenzar a
trabajar en la novela de la cual, por fin, ya estoy pergeñando las correcciones
finales. Mientras el agua se calienta, busco la libreta donde anoto mis ideas
para escribir. Noto que me quedan pocas páginas para terminarla y no puedo
evitar sentirme aliviada. Comencé a escribir allí el día que a mi padre le dio
el accidente cerebro vascular que, tres días después, lo mató. Me doy cuenta de
que esa libreta ha aguantado casi un año entero. Ese día no atendí el teléfono
porque estaba escribiendo en mi libreta las notas de un ensayo sobre Hannah
Arendt. No prendí el celular hasta esa noche, 10 minutos después de haberme
bañado y vestido porque tenía una cena. Cuando lo prendí tenía 27
llamadas. Habían telefoneado todos mis tíos por el lado paterno. Por el lado
materno no, porque se había muerto el primo de mi mamá apenas una semana antes.
Había telefoneado mi hermano. Tenía mensajes de mis tíos políticos y de los
socios de mi papá. Algo estaba mal. Papá no había llamado. Cuando pasaban emergencias
en la familia, siempre era él quien tenía el tacto para darme las malas
noticias. Cuando noté que no tenía ni una llamada suya sentí que algo me golpeó
dentro del pecho. Marqué el teléfono de mi mamá y me atendido mi tía, la esposa del hermano de mi papá. No
escuché lo que me dijo y casi tuve que llamar para confirmar que efectivamente
estuvieran en la Clínica Las Mercedes. Me acuerdo que pensé que podía perderme,
que nunca había ido a ese sitio. Que nunca lo había necesitado. Pero no me perdí.
Un año entero,
pienso sin darme cuenta de que estamos en noviembre y de que no fue sino hasta el
23 de enero que comencé a escribir allí. Diez meses. Un año que me ha puesto a
viajar, de manera real y metafórica. Me pregunto si la libreta ha sido el lugar
donde he ido anotando el luto. Como si de manera consciente me hubiera
propuesto ir escribiendo lo que pensé el año que se extendió después del suceso
inesperado de la muerte de papá. Pero abro la libreta y encuentro apenas dos o
tres entradas sobre el dolor que me causa haberlo perdido. Hay ideas para
cuentos, notas de la novela, notas que tomé en los cursos de literatura que
tomé este año y otras que tomé para yo misma dar clases. ¿Di clases? Y me digo
que a quién se le ocurre ofrecer clases mientras está triste. A gente como a mi
deberían encerrarla, pienso. También pienso que eso es algo que diría mi papá y
me río. Tengo el impulso de llamarlo para contarle.
Me siento a escribir esta entrada del blog porque me parece
que no puedo hacer otra cosa y, entonces, me doy cuenta de que la libreta
entera es un tributo a mi padre, un homenaje a lo que queda en el tintero.
Porque mientras yo me afanaba en escribir, en entender cada palabra que
intentaba convertir en textos, lloraba a mi padre. Lo que pasa es que aquel
dolor se quedaba en el tintero, como la idea que se me ocurrió para el cuento esta
mañana y que no pude anotar porque soy una floja y porque preferí dormitar un
rato más entre las sábanas que me protegían del frío glaciar de mi aire acondicionado.
Se me ocurrió también que la literatura era la necesidad de quedarse en la cama
olvidando lo que se ha recordado.