Si bien la más reciente novela de Laura Restrepo Hot sur (Palneta, 2012) no tiene la
fuerza erótica de La Novia Oscura (1999),
la ternura de Dulce compañía (1995) o
el tino en la descripción de las sociedades modernas que exhibe en Delirio (2004), la descripción de la desolada
y falocrática feminidad latinoamericana que hace a través de la saga de tres mujeres
que van a buscar el sueño americano donde no se les ha perdido, resalta por la
maestría de su prosa y por la puntualidad en enumerar problemas sociales urgentes
como el racismo, las insalvables diferencias sociales entre los habitantes del
norte y del sur del Nuevo Mundo y la necesidad de educación entre las masas
ignorantes. Así Hot sur se coloca
como un libro de su época, a pesar de haber optado por el tan explotado tema de
la inmigración latina en Estados Unidos.
domingo, 28 de abril de 2013
sábado, 27 de abril de 2013
La honestidad del dolor
“Grief has no distance. Grief comes in waves,
paroxysms, sudden apprehensions that weaken the knees and blind the eyes and
obliterate the dailiness of life”
(El dolor no tiene distancia. El dolor viene en olas,
paroxismos, en aprehensiones súbitas que debilitan las rodillas y enceguecen
los ojos y arrancan la cotidianidad de la vida)
Esta frase la escribe Joan Didion en The year of magical thinking, la obra testimonial que escribió
entre 2005 y 2006 sobre la muerte de su esposo y el año que le sucedió, al que
bautizó “del pensamiento mágico”, porque se la pasaba pensando en que en
cualquier momento su esposo, John Gregory Dunne, iba a aparecer… y luego
recordaba que había muerto. En esta frase pensé cuando leí el bello libro que
ha venido Piedad Bonnett a presentar en Caracas: Lo que no tiene nombre. Es un tributo a su hijo, Daniel, que se
suicidó en el año 2008. El dolor materno es tan palpable en la prosa de Bonnett
como la buena literatura y si pensé en esa escritora de oficio y de mente aguda
que es Didion cuando lo leí, además de por eso que es obvio –el duelo de una
escritora vertido en un libro–, es porque el texto de la colombiana comparte
con la estadounidense un ingrediente fundamental en el género testimonial y yo
diría que en toda la literatura: la honestidad.
domingo, 7 de abril de 2013
La frivolidad de llamarse intelectual (Publicado hoy, 07/04/2013, en Papel Literario)
La frivolidad de llamarse intelectual
Michelle Roche
Rodríguez
(Nota: Copio este artículo acá porque tiene varios links que pueden ser útiles a quienes quieran referirse a ciertos artículos que cito)
En La
civilización del espectáculo,
Mario Vargas Llosa lamenta que la dictadura de la superficialidad se impusiera sobre
la cultura. “La frivolidad”, escribe, “consiste en tener una tabla de valores
invertida o desequilibrada en la que la forma importa más que el contenido, la
apariencia más que la esencia y en la que el gesto y el desplante –la
representación– hacen las veces de sentimientos e ideas” (página 51). De este “indeseable
efecto”, dice, es culpable la “democratización de la cultura” (35), por eso siente
nostalgia de la época cuando las élites establecían juicios sobre qué es arte y
qué no, antes de que la figura del hombre de pensamiento, el intelectual, se
eclipsara.
Para el lector
no pasa desapercibido que el propio Vargas Llosa se propone como hombre de
pensamiento, quizá el último que queda, como señala Jorge Volpi en otra reseña del libro. Por eso el autor peruano se define como “alguien
que, desde que descubrió, a través de los libros, la aventura espiritual, tuvo
siempre por modelo aquellas personas que se movían con desenvoltura en el mundo
de las ideas y tenían claros unos valores estéticos que les permitirían opinar
con seguridad sobre lo que era bueno o malo, original o epígono, revolucionario
o rutinario, en la literatura, las artes plásticas, la filosofía y la música”
(202).
Resulta exagerado
que, en su diagnóstico atroz de la actualidad y a la par que se propone como
hombre de letras, culpe a Jacques Lacan, Roland Barthes y Michel Foucault,
entre otros, del deterioro de la educación y de la autoridad del profesor, como
hace en el tercer capítulo del libro, “Prohibido prohibir”. Parte de esas ideas
las había leído en un ensayo suyo publicado el año pasado por la revista
mexicana Letras
libres. Además del tono
de superioridad con el que fueron expuestos sus razonamientos, me pareció extraño
que no se preocupara por definir qué entiende por deconstrucción,
estructuralismo o posmodernidad, lo que quizá hubiera facilitado la comprensión
de qué le molesta tanto de sus postulados.
La civilización del espectáculo tiene muchos puntos que merecen
discutirse, pero la dureza de la crítica contra pensadores esenciales del siglo
XX me obliga a detenerme sobre esto. Vargas Llosa no sólo arremete contra el
deconstruccionismo y otras escuelas asociadas con el estructuralismo, sino que llega
a la audacia de tildar de “delirios” a ciertas escuelas teóricas posmodernas y
llamar charlatanes a sus seguidores. Escribe que, por adscribirse a esas
teorías, los intelectuales franceses de mediados del siglo pasado perdieron autoridad:
“no eran serios, jugaban con las ideas y las teorías como los malabaristas de los
circos con los pañuelos palitroques, que divierten y hasta maravillan, pero no
convencen” (87).
Sin embargo, ¿cuáles
son las alternativas que propone el Premio Nobel a los citados pensadores
franceses? Alan Sokal y Jean Bricmon, Gertrude Himmelfarb y Lionel Thrilling. Ellos
sí. Pueden no haber hecho contribuciones tan profundas a la vida contemporánea
como la teoría del espejo de Lacan o la de las estructuras de poder de Foucault,
pero para el autor de La tentación de lo
imposible (2004) merecen aplausos porque desenmascaran a los charlatanes.
La argumentación
de Vargas Llosa parece incompleta. Primero, se abstiene de explicar que el
libro escrito por el matemático Sokal y el físico Bricmont, Imposturas intelectuales (1997), se limita a acusar a algunos
estructuralistas de abusar de ciertos términos provenientes de las matemáticas
sin contextualizarlos. También la apología que hace del trabajo de Himmelfarb
es sospechosa. “[Sus] críticas (…) a los estragos que la deconstrucción ha
causado en el dominio de las humanidades me parecen irrefutables”, escribe pero
no explica qué las hace incontrovertibles (91-92). Tampoco precisa el autor
peruano que Himmelfarb es especialista en la historia de Inglaterra durante el
siglo XIX ni queda muy claro por qué cierra esta sección refiriéndose al
crítico literario Thrilling, que tampoco ofrece alternativas plausibles al
estructuralismo o sus interpretaciones asociadas.
Pienso como
Vargas Llosa que ciertas sociedades se beneficiarían más de una visión menos
superficial de sus problemas y por eso mismo me parece paradójico que el autor
acuse de complicados y oscurantistas los ensayos de Barthes, Lacan o Foucault.
Quizá los halle demasiado intelectuales. Pero, ¿puede alguien que se precie de lector
sagaz despreciar el trabajo de las piedras fundamentales del pensamiento
contemporáneo? ¿No es esto como declararse intelectualmente aislado del mundo?
Título: La civilización del
espectáculo
Autor: Mario Vargas Llosa
Editorial: Alfaguara
Precio: Bs. 200
Etiquetas:
Alan Sokal,
Barthes,
Boom Latinoamericano,
Foucault,
Gertrude Himmelfarb,
intelectual,
Jean Bricmon,
Jorge Volpi,
Lacan,
Lionel Thrillin,
Mario Vargas llosa
Una reflexión mínima de Martín Caparrós
“El periodista es un traidor, siempre un traidor, a menos
que sea un propagandista, un corrupto, un entenado, un perro; si quiere hacer
su trabajo de periodista tiene que contar algunas cosas que otros no querían que
contara –pero todo el problema está en saber qué cosas”
viernes, 5 de abril de 2013
Amor de madre
Tomó apenas un
momento: Antes de hacer presión para que mi cabeza se inclinara hacia delante,
la palma de la mano de mamá rodeó mi nuca, allí donde comienza a nacerme el
cabello. Y eso fue todo lo que sentí. Al principio no había razón para el
sobresalto que me había quitado la respiración. Aunque no podía verla, sabía
que era ella; quizá aquello se trataba de otra de sus esporádicas caricias
torpes, pensé cuando en un instante minúsculo se reunieron mis ideas y mis
sentimientos que iban en volandas. Pero algo había en aquél movimiento que me
crispó los nervios: cierta falta de brusquedad, común en sus interacciones
conmigo. Luego sentí la presión del aparato complicado hecho de correas que atravesaba la mitad de mi cara.
Incrédula, llevé las manos hasta mi cara en un movimiento que me tomó siglos y
palpé una lámina de cuero grueso y negro que me tapaba la boca y estaba
amarrada por la parte baja de mi cabeza con una correa.
Así se había inaugurado el único
ritual que reunió a mi madre con mi infancia. La primera vez ocurrió en
la penumbra opaca de mi cuarto, justo antes de que amaneciera y así se repitió diariamente. Hasta
que mi padre se mudó definitivamente a la casa, ella me despertaba para
ajustarme el bozal, mientras yo me resignaba a reconocer de nuevo mis labios
sólo tres veces al día, cuando venía mi nodriza a traerme el alimento.
Entonces tenía la edad de cinco años.
miércoles, 3 de abril de 2013
Lectura, escritura y cansancio
Anthony Trollope, un autor clásico de la Era Victoriana, empezó en el año 1876 la última novela se su Serie Palliser, Los hijos del duque. Su prosa no me llama la atención en absoluto, pero su vocación por el trabajo es admirable: Luego de escribir parsimoniosamente y metódicamente desde las 5:00 a las 8:00 de la mañana, unas 1000 palabras al día, se iba a trabajar como funcionario dela Oficina de Correos. Y yo quejándome de que me hace falta tiempo para escribri lo mío. Soy una quejica. ¿Cuántas veces no sentiría desfallecer Trollope en aquél invierno grisáceo de Inglaterra? Y yo con este sol abrasador calentándome las ideas, incapás de poner a hervir una novelita...
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