Pensé
en la familia como un lugar.
La
familia es una caja traslúcida que opaca los discursos del mundo y en cuyas
entrañas se gesta una definición de decencia que moldea la personalidad de cada
integrante. ¿Te has fijado que cuando decimos “decente” nos referimos a una
categoría estética, que alude al aseo o a la compostura, pero que también tiene
un sentido social? Porque se supone que una persona decente también es honesta,
un ejemplo de probidad ante sus iguales y, para beneplácito de quienes aún
insisten con la religión, se cree que además es digna y modesta. Bravo, a eso
aspiramos todos. ¿No?
Pero si
las personas tenemos tan eximias ambiciones, ¿por qué el mundo está lleno de
deshonestidad?
Porque
pocas veces nuestros actos tienen la coherencia de nuestras palabras. Porque
tendemos hacia el desconcierto. Porque preferimos los eufemismos y las medias
verdades.
Y es
justamente por el efecto que causan esos eufemismos que necesitamos de la
literatura. Porque sólo la realidad de la ficción sirve para quitarle
legitimidad a esas medias verdades. De la misma manera que el trabajo con las
metáforas dota de sentido los párrafos que conforman un borrador falto de luz
convirtiéndolo en un libro de relatos, la desarticulación de los eufemismos
encuentra las alegorías en nuestros fingimientos cuando entra en los cerebros por
el camino de las emociones. He aquí entonces que la literatura emprende el
trabajo contrario al de la familia. Frente a la malsonante realidad del mundo,
los nuestros se proponen adecentarnos educándonos en la repetición de un
entramado de falsas certezas, mientras que los libros echan mano de los símbolos
para allanar el camino contrario, el que busca la verdad.
Qué lástima que la verdad sea una triste, vana y ya hace
años superada aspiración de la modernidad.