Para Aristóteles lo mejor era
tener maestría en la metáfora porque su arte no puede aprenderse: se sustenta
en la intuición, más que en la apuesta gramatical. Pero cuidado, que quizá el
primer crítico literario de la historia esté ofreciéndonos más que un juicio
estético, uno ético. En su Poética identifica
este recurso literario con el ojo que sabe contemplar las relaciones de
semejanza. ¿Y no es acaso saber reconocerse en el otro la base de la empatía
humana?
Si, al romper y redefinir los
significados de las palabras, la metáfora puede decir lo indecible, ¿cómo es
que no se encuentra en el centro de nuestra comunicación? Quizá porque una
forma de perversión se apropia de los mecanismos de la metáfora para construir
el eufemismo. Y es este, en cambio, el que privilegiamos en nuestras
relaciones. Así lo que en una forma retórica es la traslación de un sentido a
otro figurado se convierte en la manifestación decorosa de lo malsonante. Porque
la metáfora no esconde la realidad, nos hace captarla a través de la emoción tanto
como con la razón. El eufemismo nos miente, convirtiendo a la poesía en vil ocultamiento.
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