miércoles, 23 de abril de 2014

Lengua Padre

¿Por qué aún la llaman Lengua Madre si en el siglo XX la psicología se afanó en probar que el mundo del lenguaje, que pertenece justamente al territorio de lo paterno, conecta el territorio de nuestra imaginación e individualidad con el mundo simbólico de la realidad social? El psicólogo francés Jean Jacques Lacan, refiriéndose a la función religiosa de la figura paterna – el “Padre”, con mayúscula, escribirá a veces– dice que el padre no tiene nombre propio, pues no es una figura sino una “función”. Es decir: que tiene un papel relacional en las comunidades humanas. Así, la madre es la encargada de colocar al ser humano sobre el mundo, pero es el padre quien lo conecta a la sociedad.
Como muestra yo misma. Hablo castellano porque mi madre me trajo al mundo en este país caribeño de mis pesares, pero adoro mi lengua madre porque mi papá me enseñó a recitar con los versos en los cuales Federico García Lorca cantaba el luto de su pasión prohibida.
Últimamente a mi padre le había dado por volver a la literatura española clásica. También la había cogido con exigirle a la gente que le hablara en castellano, él que tan orgulloso estaba de poderse expresar en varios idiomas. Se había convertido en un padre de su lengua madre.
Montenegro, una de las Comedias Bárbaras de Ramón del Valle Inclán, fue la ultima obra de teatro que vimos juntos, tres semanas antes de su inesperada muerte. La pasaban en el Centro Dramático Nacional de Madrid, ciudad a la que mi padre había vuelto porque empeñado en comprender mi obsesión por la escritura aprendió que la capital de aquella España de la cual él se había alejado era la patria del castellano. (Patria, del latín “patrĭa”, familia o clan; “patris”, tierra paterna; “pater”, padre.) Así era mi padre: todo quería conocerlo, todo quería “aprehenderlo”. Quizá fue por esto en el sueño que tuve dos semanas después de su muerte él se despedía de mi sobre la Gran Vía.
El esperpento del dramaturgo que falleció el mismo año que explotó la guerra civil española contaba el viaje expiatorio de un hombre que luego de ejercer todas las acciones de la abyección experimenta la redención a partir de su inmolación junto a una comunidad de mendigos. Sus hijos, más pendientes de la parte que le toca a cada quien de su herencia que de llorar su pérdida, se deshacen en batallas fraticidas. Luego de innumerables vejaciones y de profanar la tumba de Montenegro, su propia ignominia los sorprende y la obra cierra con una amarga reflexión: “¡Malditos estamos! Y metidos en un pleito para veinte años”. Con esta frase, Valle Inclán anuncia la entrada del siglo XX, tiempo en el cual se supone que la Modernidad ha logrado la madurez del espíritu occidental y también ha “matado al padre”, para usar la frase que en Sigmund Freud es la metáfora del paso a la adultez.

Aquella noche papá y yo aplaudimos complacidos. No solo la puesta en escena y las actuaciones habían sido impecables. Habíamos reconocido nuestro propio pesimismo. Así era para nosotros el mundo: una comunidad de huérfanos.

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