En el hartazgo que genera la precaria situación
de intentar sobrevivir esta época de escasez en Venezuela, los intelectuales
corremos el riesgo de perder la perspectiva y, por cansancio e impaciencia,
permitirle al gobierno ganar el juego. La falta de papel higiénico, como imagen
simbólica del fracaso de la Revolución, se ha multiplicado entre nosotros como
la evidencia de una distopía. Y es tan fácil mostrar la imagen de la falta de
papel sanitario y probar la ruina, el desengaño y la frustración que la estamos
convirtiendo en una especie de tautología mitologizante como esas que
denunciaba Roland Barthes en Francia hace más de treinta años. Al rollo de
papel, o más bien a su ausencia, se le ha puesto a decir tantas cosas que nada
dice.
A mediados de octubre nos visitó una delegación
de seis escritores traídos desde España para la Feria Internacional del Libro
de la Universidad de Carabobo (Filuc) y cuatro de ellos escribieron sobre su
estadía en el país. No me impresionó descubrir que en todos los textos se
multiplicaban imágenes del deterioro y que ninguno, a excepción de Víctor Álamo
de la Rosa –cuya conexión con Venezuela es de larga data–, se refirió al
movimiento intelectual que se está gestando aquí. Por supuesto que todos
hablaron con respeto y admiración de los venezolanos sometidos a la indignidad
de hacer colas eternas para comprar pollo, leche cuando hay y, por su puesto,
el ya icónico papel sanitario.
Carlos Granés, autor del ensayo El puño invisible, se refirió a la Torre
de Babel, que “para los europeos y norteamericanos que
encuentran en América Latina una fuente de (…) autenticidades excéntricas (…) no
es un fiasco arquitectónico, sino todo lo contrario, un ejemplo de vitalidad y
adaptación ante el fracaso del neoliberalismo, merecedora del León de Oro de la
Bienal de Arquitectura de Venecia”. Sergio
del Molino, periodista y narrador, sentencia: “Los
venezolanos no se pueden limpiar el culo” y recuerda que una mañana mientras
estaba en uno de los mejores hoteles de Valencia, un venezolano le pidió pasta
de dientes porque “en las tiendas no había” y que “el café lo tomé siempre
solo, pues no había leche líquida”. Pero también aplaude a la mujer que viajó
horas para escuchar su taller de narrativa o la organización de la Filuc, que
le pareció como a sus compatriotas, impecable.
Víctor
Álamo de la Rosa se refiere a la falta de leche para
tomarse el café venezolano que tanto le gusta y a pesar de señalar “la
cubanización” que está sufriendo el país es el único en contrastar el entusiasmo
venezolano por la literatura con el de su lado del océano: “cuando en Europa a
menudo nos vemos envueltos en debates fatuos en torno al libro y la literatura,
allí uno vive la inmensa alegría de comprobar que un libro es un tesoro de
valor incalculable (a veces literalmente, porque los libros importados alcanzan
precios en verdad imposibles para el paupérrimo bolívar, sobre todo si es
oficial)”
Miguel
Ángel Hernández Navarro, que en 2012 quedó de finalista del
Herralde con Intento de Escapada, se
compró un chándal (mono) con la bandera de Venezuela y se lo puso en Halloween
para disfrazarse de chavista, en contra de las aclaratorias de Juan Carlos Chirinos
de que esa es una vestimenta de las delegaciones deportivas y musicales
nacionales sin importar la posición
política de sus miembros.
No tengo nada que reclamarle a estos escritores
y sí mucho que agradecerles por su solidaridad conmigo y mis compatriotas en
nuestra hora menguada. Sin embargo, no puedo evitar sentir resentimiento –que por
demás es un sentimiento típicamente venezolano–, al ver que el retrato de su
experiencia en este país tiene la misma pátina de deterioro que las
conversaciones de automercado y que, como las charlas casuales en este país, se
esconde detrás del mito del papel higiénico. He pensado mucho en esto porque me
la paso pensando en mis sentimientos con el objeto de entender cuál es su
origen, así que he concluido que la percepción que se multiplicó al otro lado
del océano es culpa de quienes acá los recibimos, obsesionados como estamos con
la imagen del papel sanitario que falta.
El problema no está en que nos comparen con Cuba
o que tuvieran que pasar el mal rato de visitar un país violento y en carestía,
sino que al escribir a partir del mito del papel sanitario se hicieron eco de
una de las más poderosas herramientas del gobierno revolucionario venezolano:
la idea de que hay asuntos apremiantes y que la cultura no es uno de estos.
Resulta que si existe una Filuc –que es una de muchas iniciativas privadas y
universitarias que sobreviven a duras penas en este país, donde el gobierno le
tiene montada la guerra al mecenazgo– es porque hay una intelectualidad de la
resistencia. Es a esta resistencia que intenta callar el esencialismo
demagógico del chavismo al reducirla a sus necesidades básicas.
No nos engañemos, la pelea de los intelectuales
venezolanos es la misma que se articula en todas partes del mundo, incluyendo
España donde mermó la inversión pública en cultura en los tres últimos años y
el mercado editorial se contrajo en 12% en 2013. Allá y acá se trata de
cristalizar una verdadera diversidad cultural dentro de nuestros países, para
convertirlos en sitios donde quepamos todos, pensemos como pensemos.
En Venezuela esta discusión tiene un matiz de
urgencia, porque la institucionalidad democrática ha sido barrida por el totalitarismo.
Pero es justamente por eso que quienes estamos en la intelectualidad de la resistencia
debemos continuar hablando de cultura, a pesar de las colas enormes y de los
culos sucios.
En todos los países se están preguntando para
qué sirve la cultura, porque esa es la pregunta central de la posmodernidad y
de la revolución informática y en Venezuela estamos comenzando a descubrir que,
más allá de las posiciones tautológicas y
mitologizantes del chavismo, la cultura es un territorio para ensayar el
progreso y mostrar cómo son las sociedades que ven el conocimiento como un
valor. Si nos distraemos hablando de la falta de papel sanitario perdemos la
perspectiva y salimos de la discusión cultural mundial, que es el único lugar
donde la intelectualidad venezolana excluida por el chavismo encontrará
asideros y validación para sus postulados.
Por eso pienso que nunca ha
sido tan a propósito como en estos momentos el lugar común que pregunta: ¿Qué
tiene que ver el culo con las pestañas?