Al
escritor canario Anelio Rodríguez le gusta decir que es un escritor fantasma.
Esto se debe a que vive en la isla más chiquita del archipiélago de Las
Canarias, a que sus libros se han agotado sin perspectiva de reposición –bien
porque las editoriales que los publicaron ya no existen o porque no tienen
interés en hacerlo– y, principalmente, porque tiene cinco libros inéditos.
Esto
es más o menos lo que escribo en su entrevista, pero mientras la llevo acabo,
con el hombre enfrente, pienso en otra cosa: Por un momento se me olvida que
converso con un escritor de afuera, uno que no es venezolano. El acento, la
pinta, qué se yo… Aunque, pensándolo bien, quizá se deba a que esta cualidad
espectral con que Rodríguez asume su profesión lo equipara también con la
mayoría de los escritores venezolanos en estos días aciagos de la crisis
económica de mi país que con la falta de papel, la erosión de las editoriales y
los altos precios de los libros, entre otras vicisitudes, ha dado al traste con
tantos derechos humanos, incluyendo el de la bibliodiversidad. Lo que Rodríguez
enuncia como una broma sobre sus situación de escritor marginal, la cual él
mismo promueve por detestar las falsas luces del mercado, es una tragedia en
ultramar: los escritores venezolanos, a pesar de que siempre estuvieron en la
periferia, son ahora más invisibles que nunca.
Unos
fantasmas son morales, nacidos del suicidio y de la vocación; otros lo son por
causas inmorales, multiplicados por una negligencia asesina.
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