En la más reciente celebración de la Feria del Libro de Carabobo, que me parece que fue a finales de octubre del año pasado, Héctor Abad Faciolince perdió su libreta de anotaciones. Yo me la imaginé como una Moleskine negra, del tamaño de la palma de su mano extendida, con hojas blancas –es decir: sin líneas, porque me parece la pequeña letra de molde del autor de Medellín se mantiene derecha sin más indicaciones–. “Michelle, puedes creer que la boté: la dejé en un taxi, junto con unos libros. Los títulos ya los compraré, pero la libreta... ¡La libreta!”, me dijo. Y, de repente, aquellos ojos claros, enormes.
Yo, que lo
había esperado más de una hora para hacerle una entrevista –y no quiero que
esto se lea como reclamo, porque fue un placer–, lo miré haciéndome la
circunspecta y fui incapaz de hacer empatía con su desgracia. Es decir: Sí, me
daba pena, pero las palabras de Héctor me traspasaban sin herirme. Y eso que me
dijo varias veces que tenía sus anotaciones de los viajes que había hecho esas
semanas y de los últimos libros que había leído. Para tomar esas notas, ni que
volviera a viajar ni que leyera lo mismo.
Pero ahora
he perdido yo mi libreta. Sólo tenía allí anotadas tres ideas para cuentos,
unas notas para una entrevista con Ana Teresa Torres y un bosquejo del tema para
un libro que alguna vez me encantaría escribir.
Ahora, como
tampoco aparece mi pequeña libreta de una línea con la imagen del David de
Miguelángel en la portada. Me acuerdo de la cara de Héctor. ¿Será que la dejé
en un taxi? ¿De qué se trataban esas notas para cuentos? ¿De qué género era aquél
libro que quería escribir?
Y la
exclamación de Héctor en mi memoria: “¡La libreta!” Y yo, ahora, tan tarde que
sí aprendí a hacer empatía.
1 comentario:
Me pregunto qué cosas de ti, que tú ignoras, sabe a esta hora la libreta extraviada. A veces, cuando releo lo que he puesto por escrito, me da la impresión de que mis palabras, cuando se saben liberadas de mi atención, se rebelan y me desconocen.
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