La creencia en la Inmaculada concepción, como ocurre con el modelo
de la musa en la literatura, fue un aspecto fundamental de la estrategia que
construyó a lo femenino como otredad, reduciendo a las mujeres a sus aspectos
esenciales y excluyéndolas de la cultura Occidental para establecer una
identidad propia. La Inmaculada concepción es el tercero de los cuatro dogmas
de fe marianos en el catolicismo. Los dos primeros se refieren a su relación
con Cristo: el Theotókos y el aeiparthenos, que son sus nombres en
griego. Ambos son dogmas provenientes de las iglesias cristianas de Oriente,
uno la declara Madre de Dios (y se promulgó en el año 331) y el otro la asume
como virgen antes, durante y después del parto (y se hizo canónico en 300 años
después del anterior). La Inmaculada Concepción no se refiere al embrazo
virginal de María, sino a su nacimiento libre de Pecado original, lo que es
igual a decir que fue concebida sin necesidad de coito entre sus padres, Ana y
Joaquín. El dogma marca la obsesión del catolicismo con la virgen María y es
uno de los motivos más visibles de la mitología que construyó la Iglesia
alrededor de la pureza mariana. Dicho esto cabe preguntarse: ¿cuál es la
relación entre la mujer cuya pureza es a toda prueba y la construcción de lo
femenino como otredad?
Para empezar, la Inmaculada Concepción constituye la contracara de
Eva, tal como la muestra el Mito de la Caída: la mujer humana que es pura carne,
traspasada por el pecado. La Madre de Dios representa el ideal donde la primera
mujer es la materialidad.
La virgen María es la pureza y la gracia
que es la interpretación que el catolicismo hace del atributo
helenístico de la iluminación–, mientras que Eva representa la intención de
conocer, a pesar de que con ello se desafíe a Dios. Para mi una es la mujer
pasiva, la musa que representa los ideales y la otra es la mujer activa, la que
actúa como una intelectual. Como la noción de Inmaculada Concepción se hizo más
fuerte hacia finales de la Edad Media, cuando el catolicismo había barrido las
comunidades musulmanas de Europa y controlaba con cuidado las hebreas, no debe
escaparse de nuestra vista que declarar que ella nació libre de pecado y sin necesidad de coito
era una manera de decir que María no tenía sangre judía, lo que quedaba muy
bien en plena paranoia de la limpieza de sangre. La mujer que había
representado la más alta aspiración de los caballeros de la Reconquista no
podía tener sangre judía, por eso era menester aclarar que su venida al mundo
había recurrido a un método casi tan sorprendente como el de su Hijo, a pesar
de que Bernardo de Claraval temiera que eso terminaría promoviendo el culto a
sus padres. Sin embargo, el uso que me parece más significativo de la
Inmaculada Concepción porque define la construcción de la femineidad desde el
catolicismo es como herramienta para encubrir la fantasía edípica que coloca a
María como la única pareja del Mesías, su Hijo. Puesto que la carne de la Madre
de Dios no está manchada por el pecado y ella es incapaz de sentir inclinación
a pecar o sostener relaciones sexuales, el catolicismo no ve nada extraño en
elevarla a consorte simbólica de Cristo: la única que tiene el trono al lado de
él en el Reino. No olvidemos que la Asunción al Cielo es el cuarto y último
dogma mariano del catolicismo. Así, la reina de Dios no es una Diosa, sino una virgen.
El paso de la materialidad ejemplificada por Eva hacia la
espiritualidad de la que María es epítome queda signado en la Inmaculada
Concepción y permite establecer a lo femenino como un ideal (de pureza, gracia,
iluminación…) La paradoja de este planteamiento es que mientras exalta lo
femenino como fuente de la belleza y la sabiduría, desprestigia a las mujeres.
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