Pose de lectores
En un ensayo sobre la escritura
biográfica de Victoria Ocampo, Silvia Molloy recuerda que cuando era niña,
antes de aprender a leer, la fundadora de Sur
acostumbraba a hacer como que leía un libro que, de tanto escucharlo, había
memorizado. “Recuerdo el cuento perfectamente”, escribió Ocampo: “y sé qué está detrás de las
letras que no conozco”. Enunciando una experiencia similar, cuando los periodistas le preguntaban por sus primeras
lecturas, Ricardo Piglia contaba que había visto a su abuelo leer muchas veces
y, queriendo imitarle a pesar de que aún no sabía leer, a la hora de la siesta
tomó un libro de su biblioteca y fue a sentarse en las escalinatas de la puerta
de su casa con el extraño objeto abierto entre sus manos. Como la casa quedaba
cerca de la estación de trenes de Androgué era frecuente que pasaran por allí los viajeros que llegaban cada media hora. A la hora de la siesta
serían pocos, pero uno de ellos le señaló al chico que sostenía el libro al
revés. A Piglia le gustaba creer que ese hombre era Borges, porque en aquellos
tiempos, su familia aún pasaba los veranos en el Hotel Las Delicias de ese lugar. Aunque las
experiencias de los dos autores argentinos son diferentes, porque para Ocampo representa el contacto directo con la anécdota, la atracción por lo escrito, y
para Piglia se trata de la fascinación por el placer de esa atracción por la lectura como proceso, destaca que
desde la niñez de ambos existió la necesidad de hacer propia la lectura. Así ambas anécdotas ponen en evidencia que, al principio, la lectura, como la
escritura, es un ejercicio de imitación.
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