jueves, 15 de octubre de 2009

Carlota

Todos los días 28 de noviembre mi tía Carlota se sentaba en la mesa de su enorme cocina frente a un pedazo de torta y parecía que lloraba. Pero mi tía no era mujer de soltar lagrimitas. Retenía el dolor entre las costillas y, a veces, pegaba saltitos minúsculos sobre sus nalgas. Nada de mejillas humedecidas. Su llanto era seco, y hasta podía confundírsele con carcajadas. Esa era su manera de llorar con desespero. Felipe, su segundo esposo, la veía sola y no se atrevía a interrumpir su dolor. Eran cuitas que lo habían antecedo en el tiempo. Él sabía del pasado de mi tía y no quería incomodarle el dolor necesario con preguntas idiotas.
En 1984 la tía Carlota vivía en Nueva York y se creía una mujer feliz. Había dejado Caracas atrás: los barrios, los carajitos pidiendo plata, los asaltantes de semáforo, los tombos metiches y la política histriónica de los copeyanos. Había terminado su maestría en Harvard y ahora se preparaba para trabajar en el primer mundo. Y para convertirse en una mujer de primer mundo. Había conocido a un gringo, Jack, y se había casado con él. Su abuela pegó el grito en el cielo, porque todos sabían entonces que los gringos eran unos salvajes que andaban vestidos de cowboys.
Vivían en un hueco en el Lower East Side de Manhattan que costaba algo más de quinientos dólares al mes. Jack no conseguía trabajo por ninguna parte y la tía andaba con una panza que asustaba cualquiera que quisiera emplearla. A ella no le quedó de otra que hacer collares y corregir ensayos en castellano de los muchachos de Columbia. Pasaron nueve meses viviendo de eso y de la plata que reunía de a centavos mi tía abuela, la mamá de Carlota. Un mes cualquiera la tía abuela no pudo seguir mandando dólares. El viernes negro le comió hasta el último bolívar. La tía Carlota despotricaba de Luis Herrera en su inglés perfecto y el gringo lloraba las reaganomics en un castellano de lengua mocha. Estaban comiéndose un cable.
Y a la tía no se le ocurrió mejor idea que entrar en dolores de parto.
Una noche de la recién inaugurada primavera gringa la tía Carlota ingresaba al New York Downtown Hospital con dolores de parto. Tenía nueve meses en estado, veinticuatro años de vida y setecientos treinta días de casada. A pesar de que entró por urgencias, tardó dos horas en manos de las enfermeras que diagnosticaron lánguidamente “nervios de primeriza”. El médico de guardia la jamaqueó desdeñoso y le dejó el paquete a un colega. El colega, luego de reflexionar durante ciento veinte minutos (mientras paseaba entre las torpes trastiendas de la Sala de Emergencias) decidió que, quizás, sí estaba en labor de parto.
Comenzó una revolución de camillas, médicos nerviosos, ascensores atiborrados y gritos bilingües. Un aire de tragedia embargó la maternidad. Cuando el escuadrón de galenos llegó a quirófano, era obvio que la camilla bullía de sangre y de que era un milagro si alguna de las dos mujeres en ese cuerpo compartido vivía.
Fueron a decirle a Jack que tenía que escoger si salvaba a la niña o la madre. Hacía sólo unos minutos los médicos habían decidido que la tía Carlota no estaba loca y que iba a parir una niña. Mientras tanto, la tía Carlota se durmió despierta de dolor y soñaba que se estaba ahogando en líquido amniótico. Lloraba con lágrimas gruesas sobre su cuerpo hecho pasta de vísceras.
Jack respondió cualquier cosa y salió del Hospital a fumarse un cigarro. Cuando entró de nuevo a emergencias ya se había fumado una caja entera y había perdido su primera hija. Su suegra le decía en castellano lo que él había entendido con el corazón. El médico titular había desaparecido. Media hora después apareció un abogado.
Jack demandó al hospital por millones de dólares. Y ganó. La tía y su esposo podían mudarse ahora al Upper East Side y vivir cerca del Museo Metropolitano que tanto le gustaba a la tía Carlota. Con el resto del dinero Jack fundó una compañía de calefacciones.
La mudanza fue rápida. Toda la existencia de ambos cupo en un solo taxi. Cuando Jack se bajó en la primera Avenida y calle 83 mi tía Carlota le indicó al taxi que la llevara al aeropuerto La Guardia. Tenía su pasaje de vuelta a Caracas. Jack se quedó parado con un palmo de narices, sin entender que pasaba.
¡Pero si era simple: la tía no podía vivir en un país donde el dolor tenía precio!