lunes, 9 de junio de 2008

Anécdota con Sabor a Ficción

(Borrador)


Para Don Eugenio

Una tarde sin fecha llega un poeta de semblante tranquilo a pedir un café. Lleva el pelo lacio y cortado a la usanza de los años cincuenta. Un par de lentes con montura gruesa le aportan seriedad a su cara de tímidas sonrisas, disimuladas entre los bigotes canosos. Trae bajo el brazo, como si fuera pan de a locha, un poemario de Fernando Paz Castillo. María se interesa inmediatamente en este señor con verbo de rimas exactas, tal y como pinta la delicadeza de su camisa abotonada completamente (incluso los dos minúsculos botones del cuello). María sabe que estos predios no son los de ese hombre.
Aquél era Eugenio, vástago de una ilustre familia portuguesa de panaderos artesanales que aprendió a cocinar sus poemas entre unos talleres llenos de harina. Viene a esta panadería caraqueña desde Valencia, arrastrado por un recuerdo. A finales de los ochenta, cuando se le encargó hacer una antología de Don Paz Castillo había tomado la costumbre de visitarle en su casa de Bello Monte para hablar de la vida y la literatura o de la literatura vivaz. Una tarde, se consiguió al anciano (el don representaba una generación de poetas consagrada en 1918) vestido “de paseo” (como dicen los hombres de antaño) y listo para embarcarlo en la aventura de atravesar Bello Monte y Las Mercedes, vecinas geográficamente, pero separadas en ése momento por un mundo de conductores tunantes moldeados con la soecidad de las complicadas horas pico del tráfico capitalino. En medio de la aventura, cuando el anciano poeta se vio encarado por un grosero taxista, mientras le blandía su bastón en actitud amenazante, como lo hiciere con la fusta cuando andaba a caballo por el mismo vecindario, Don Paz Castillo recordó que los tiempos avanzaban demasiado rápido, aunque pocas veces traen cambios. Ahora, cuando la vejez saluda a Eugenio, él se aferra a las rimas del Don con la esperanza de sobrellevar con ellas su destino triste destino de poeta consagrado en un país donde no quedan horas para la cultura. Pero nada de esto lo sabe la muchacha tras la cafetera.
María aparece en la mesita del fondo con un café para el personaje indescifrable. El olor del espumoso marrón grande, endulzado con una cucharada de azúcar morena, extrae a Eugenio de su lectura para recordarle el fin del primer café que María sustituye. Es la primera vez que ella sale de atrás de la cafetera para atender a un cliente, pero esto no lo sabe Eugenio.

En algún lugar del 2005