lunes, 26 de diciembre de 2016

La envidia, Murakami y yo.


La envidia tiene carácter literario, por eso hay varios escritores que despiertan en mi ese sentimiento. Pero existe uno a quien envidio con especial encono: Haruki Murakami. Esto es una verdadera proeza porque me parece detestable su obra . Así que no se trata de que quiera ser como él o de que sienta exacerbado el culto que algunos lectores rinden a sus libros. No. Mi desazón con el autor nacido en 1949 es su determinación a rajatabla. Una tarde de 1978, estaba en un juego de béisbol en el Jingu Stadium de Tokio cuando vio que el jugador estadounidense Dave Hilton bateaba un doble y, en ese instante decidió que iba a escribir una novela. Esa noche, cuando llegó a su casa se puso manos a la obra. Hasta esa fecha se había ganado la vida con su el bar de jazz, el Peter Cat.
No dudo que esta historia esté maquillada por los estrategas de las superventas, pero igual me pone a pensar. 
Podemos creer o no esta historia que a sus editores y agentes les gusta repetir hasta el cansancio porque hacen pensar que el mundo de la escritura es así de fácil como el narrador del cuento de Augusto Monterroso que se levantó para conseguirse con que el dinosaurio (o la novela) ya estaba allí. Pero lo cierto es que para 1986 la primera obra de Murakami, Tokio blues (Norwegian Wood), había alcanzado un éxito enorme. Fue en esa misma época cuando comenzó a hacer maratones. Un día se paró de su cama y quiso saber qué se sentiría correr por gusto y por deporte. Más tarde, esto se le volvió más que una costumbre, una pasión tan arraigada como la literatura. Completó su primera carrera de cien kilómetros en junio de 1996, doce años después de haber comenzado a entrenarse. Y yo me pregunto: ¿Por qué no me pasan a mi estas cosas?
En su obra de 2008 titulada De qué hablo cuando hablo de correr, Murakami cuenta estos hechos y construye su biografía de deportista a contrapelo de sus memorias de autor. Desarrolla allí su idea de que escribir una novela es igual a entrenarse para un maratón. Este libro de Murkami se editó el mismo año en que comencé a escribir la novela que todavía no termino y que inicié una rutina de “trotar” todas las mañanas. Digo “trotar” porque correr sería un eufemismo. El único maratón que he hecho fue un medio-maratón en el año 2014 en Marbella y llegué de última. No exagero: estaba tan atrás que el coche de la limpieza hacía pausas para no adelantarme. Y la novela no la termino nunca. ¿Será que tengo que dejarlo todo para regentar un club de jazz?
Me gustaría, pero tampoco tengo oído musical.

lunes, 12 de diciembre de 2016

Aquel lúbrico amor cortés


Creemos que el amor cortés es un sentimiento sublimado donde el chico tiene la responsabilidad de conseguir el favor de la chica, halagándola. La verdad era un fuerte deseo sexual del caballero por la dama alimentado por el reto que suponía conseguir el favor de una mujer casada con un noble. Si bien en los cantos a este amor infiel prevalecía el tono sufriente y la mayoría de las veces la felicidad de la unión con la dama no se consumaba, el amor provenzal no era precisamente casto. Guillermo de Aquitania, por ejemplo, se hacía llamar “trinchador de las damas” y no dudaba en alardear de sus proezas sexuales. En su libro Tú sola entre todas las mujeres: el mito y el culto de la virgen María, Marina Warner señala que muchos trovadores eran explícitos y bulliciosos, como Bernard de Ventadour, Raimbaut de Orange y Chrétien de Troyes. Uno quería besar a su señora “de una manera que le dejara marcas que permanecieran un mes”. El amor del conde de Orange por su dama, Beatriz de Día, era correspondido de forma pública. En Lancelot, el caballero de la carreta, escrita a finales del siglo XII, el trovador más famoso de Francia narra un pasaje donde el caballero se arrodilla para rezar antes de subir al lecho para sostener relaciones con su señora Ginebra, la esposa del rey Arturo.

Tales libertades eran posibles porque las damas eran más autónomas en el sur de Francia que otras mujeres de su clase social en el resto de Europa. El sistema legal vigente entonces en la llamada medialuna de Occitania les permitía heredar rango y posesiones del padre o marido. Y era frecuente que esto ocurriera porque las guerras mantenían diezmadas las poblaciones. Hasta el año 1328, cuando Francia aprobó la ley sálica, el norte y el sur tenían dos formas diferentes de adjudicar las herencias. Mientras que en el sur la herencia era divisible, lo que permitía que la familia se la repartiera de manera equitativa y daba a las mujeres margen de independencia, en los territorios del norte todo pasaba a manos del primogénito varón. Las mujeres del sur podían darle sus posesiones a quienes escogieran, por eso no estaban atadas a sus esposos y era irrelevante quién fuera el padre de sus hijos. En ese contexto el adulterio, aunque era mal visto, era una traición menor. La verdad es que tampoco las reglas del amor cortés afectaban a la estructura social feudal, pues por más que una mujer tuviera como vasallo a un trovador, seguía estando subordinada a su esposo, más por una convención social que por falta de recursos propios.
La libertad sexual de las mujeres terminó cuando cambiaron las leyes de la adjudicación de la herencia y el poder de los reyes franceses sobre el territorio de la Occitania se hizo absoluto. Fue gracias a la influencia de la Iglesia católica que se extendió la caracterización del amor cortés como una forma sublimada de admiración y se hizo a la mujer herramienta de esa cortesía que buscaba “ennoblecer” al hombre. Y este es solo el ejemplo histórico de como los poderes político y religioso se han confabulado para construir el perfil de lo femenino que hemos heredado en el presente.



lunes, 5 de diciembre de 2016

Musa de inmaculada concepción

La creencia en la Inmaculada concepción, como ocurre con el modelo de la musa en la literatura, fue un aspecto fundamental de la estrategia que construyó a lo femenino como otredad, reduciendo a las mujeres a sus aspectos esenciales y excluyéndolas de la cultura Occidental para establecer una identidad propia. La Inmaculada concepción es el tercero de los cuatro dogmas de fe marianos en el catolicismo. Los dos primeros se refieren a su relación con Cristo: el Theotókos y el aeiparthenos, que son sus nombres en griego. Ambos son dogmas provenientes de las iglesias cristianas de Oriente, uno la declara Madre de Dios (y se promulgó en el año 331) y el otro la asume como virgen antes, durante y después del parto (y se hizo canónico en 300 años después del anterior). La Inmaculada Concepción no se refiere al embrazo virginal de María, sino a su nacimiento libre de Pecado original, lo que es igual a decir que fue concebida sin necesidad de coito entre sus padres, Ana y Joaquín. El dogma marca la obsesión del catolicismo con la virgen María y es uno de los motivos más visibles de la mitología que construyó la Iglesia alrededor de la pureza mariana. Dicho esto cabe preguntarse: ¿cuál es la relación entre la mujer cuya pureza es a toda prueba y la construcción de lo femenino como otredad?
Para empezar, la Inmaculada Concepción constituye la contracara de Eva, tal como la muestra el Mito de la Caída: la mujer humana que es pura carne, traspasada por el pecado. La Madre de Dios representa el ideal donde la primera mujer es la materialidad. 
La virgen María es la pureza y la gracia que es la interpretación que el catolicismo hace del atributo helenístico de la iluminación–, mientras que Eva representa la intención de conocer, a pesar de que con ello se desafíe a Dios. Para mi una es la mujer pasiva, la musa que representa los ideales y la otra es la mujer activa, la que actúa como una intelectual. Como la noción de Inmaculada Concepción se hizo más fuerte hacia finales de la Edad Media, cuando el catolicismo había barrido las comunidades musulmanas de Europa y controlaba con cuidado las hebreas, no debe escaparse de nuestra vista que declarar que ella nació libre de pecado y sin necesidad de coito era una manera de decir que María no tenía sangre judía, lo que quedaba muy bien en plena paranoia de la limpieza de sangre. La mujer que había representado la más alta aspiración de los caballeros de la Reconquista no podía tener sangre judía, por eso era menester aclarar que su venida al mundo había recurrido a un método casi tan sorprendente como el de su Hijo, a pesar de que Bernardo de Claraval temiera que eso terminaría promoviendo el culto a sus padres. Sin embargo, el uso que me parece más significativo de la Inmaculada Concepción porque define la construcción de la femineidad desde el catolicismo es como herramienta para encubrir la fantasía edípica que coloca a María como la única pareja del Mesías, su Hijo. Puesto que la carne de la Madre de Dios no está manchada por el pecado y ella es incapaz de sentir inclinación a pecar o sostener relaciones sexuales, el catolicismo no ve nada extraño en elevarla a consorte simbólica de Cristo: la única que tiene el trono al lado de él en el Reino. No olvidemos que la Asunción al Cielo es el cuarto y último dogma mariano del catolicismo. Así, la reina de Dios no es una Diosa, sino una virgen.
El paso de la materialidad ejemplificada por Eva hacia la espiritualidad de la que María es epítome queda signado en la Inmaculada Concepción y permite establecer a lo femenino como un ideal (de pureza, gracia, iluminación…) La paradoja de este planteamiento es que mientras exalta lo femenino como fuente de la belleza y la sabiduría, desprestigia a las mujeres.



lunes, 28 de noviembre de 2016

Eva: la primera intelectual.


¿Qué hubiera sido del proyecto ilustrado si en Occidente se hubiera tomado el modelo de Eva y no el de Dante para definir el trabajo intelectual?
Pienso que hubiera permitido más pronto la inclusión de la mujer en la cultura como productora, en lugar de esencializarla en el rol pasivo de la musa.
El pecado que Dios castigó en Eva (y por el cual la condenó a “parir a sus hijos con dolor”) fue la soberbia. Se trata del pecado fundamental para san Agustín tanto como para santo Tomás de Aquino. Un vicio hacia el cual la naturaleza humana está inclinada particularmente: querer ser como Dios, había dicho la serpiente al lado del Árbol de la Sabiduría. Al morder la fruta de la sabiduría, Eva cometió el mismo pecado que Luzbel, el ángel que quiso colocar su trono más alto que el de Dios y terminó convirtiéndose en Lucifer. Por eso al ángel que daba la luz más hermosa le expulsaron del Reino y a la primera mujer del Paraíso. Querer parecerse al Él fue gesto de altivez y vanagloria, pero como el motor de la soberbia fue la búsqueda de la sabiduría, debemos concluir que Eva fue la primera intelectual de la historia, porque mientras Adán se mostraba satisfecho con la vida acomodaticia donde Dios los había colocado, ella buscaba entenderEscogió sabiduría sobre inmortalidad y prefiguró a Fausto: el erudito que buscaba comprender las transformaciones de los elementos y la alquimia de la vida eterna. ¿No es la tentación de Mefistófeles la misma que la de la serpiente del Edén? ¿No es la búsqueda de Fausto una actualización para la era del racionalismo del mismo viaje entre el Infierno y el Cielo de Dante? ¿Por qué si Eva fue la primera investigadora de la raza humana vivimos tantos siglos en el error de pensar que era sólo el hombre quien tenía derecho a pensar el mundo?



lunes, 21 de noviembre de 2016

Madre mía que estás en el mito

Madre mía que estás en el mito pretende probar que la maternidad virgen de María es el discurso fundamental de lo femenino en Occidente. Como sistema ideológico, la fabricación que hicieron los teólogos de la madre de Dios se convirtió en agente de modelos de femineidad que permitió no sólo naturalizar la paradoja de una maternidad casta sino construir sobre esta noción un entramado moral definitorio de la feminidad occidental que otorga poderes casi de magia simpatética al sufrimiento y a la virginidad –que es un estado físico y no espiritual– mientras los convierte en herramientas para subyugar a las mujeres.

Madre mía que estás en el mito
Dos modelos tomados del perfil mariano resultaron de la construcción del mito que toma como vaga referencia la vida de una mujer de Belén en tiempos del Imperio romano. Uno es el que la proclama como símbolo de las grandes aspiraciones de la humanidad –el amor, la gracia y la civilización, por ejemplo–. Allí las imágenes de la musa y de la Inmaculada Concepción funcionan una como espejo de la otra. Otro es el modelo de la madre abnegada, la construcción de la mujer como herramienta para el logro de las aspiraciones de los hombres, que pasa por la elaboración de la equivalencia entre sufrimiento y purificación que en el catolicismo va más allá de aquel “Ángel del Hogar” que Virginia Woolf criticó en la sociedad protestante victoriana.
Más que una historia “profana” de la construcción del perfil mariano, Madre mía que estás en el mito cuenta cómo esta maternidad casta cumple la doble función de proyectar su pureza sobre la integridad épica del llamado Hijo de Dios y de encubrir la fantasía edípica del incesto propuesta por la pareja que forman Cristo y María, mientras proclama la castidad y la abnegación como modelos esenciales para las mujeres articulados como estrategias imprescindibles para la elevación de la masculinidad.

lunes, 14 de noviembre de 2016

Padre y madre


Una noche, hacía seis meses, Juan no había podido acompañar a Cristina a la reunión con el profesor de Latín. Ella había insistido una y otra vez con la secretaria para que le recordara la reunión en el colegio. La mujer, solícita había tomado cada uno de los recados y había aprovechado los intervalos entre reuniones para recordarle al Sr. Echeverría que su esposa había llamado. Una y otra vez. Cinco veces. Entre las dos y las cinco de la tarde. A las siete de la noche, media hora antes de que Cristina tuviera la reunión con el profesor de Latín, Juan llamó y se excusó con su esposa: tenía una reunión inaplazable de negocios en el bar del Hotel Tamanaco. La cita luego se prolongaría hasta el cuarto 301, pero su esposo olvidó señalar ése detalle. No me esperes despierta, le dijo Juan antes de colgar.

Cristina llegó a la cita en el colegio con quince minutos de retraso. El profesor Félix Landaeta la hizo esperar media hora. A las nueve y quince los curas que regentaban el colegio les dijeron que lo sentían, pero que las puertas se cerraban en unos minutos. El profesor ofreció comprarle un trago a la madre. Cristina tenía que manejar, porque Félix iba a pie. La mujer no podía negarse ante alguien que tenía el futuro de su hijo en las manos. Eduardito, decía el profesor Landaeta, es flojazo. Si viera que ni siquiera sabe la primera declinación… ¡Y nosotros ya estamos enseñando la quinta! A Cristina se le caía la cara de vergüenza mientras el profesor le contaba los desatinos de su vástago. No entregaba tareas. Copiaba en los exámenes. Mandaba mensajes por el celular durante las clases. A las diez de la noche el mesonero del bar les trajo el tercer güisqui a cada uno. A las doce el sexto. A la media noche cambiaron de locación. Tres horas más tarde Cristina llegó a su casa y se acostó a dormir. Estaba borracha y feliz. Su esposo aún no había llegado. Eduardito más nunca raspó Latín.

lunes, 7 de noviembre de 2016

Después de los escritores.


Vives en un lugar que tiene un cuadro que parece de Jackson Pollock, pero que no es de Jackson Pollock. Por eso, justo sobre el marco, en su lado inferior dice Do not copy. Sobre el escritorio que está debajo del óleo le has colocado un catálogo de una vieja exposición del pintor estadounidense, abierto en la fotografía del cuadro que más se le parece. Una noche, vas a la cocina para servirte un vaso de agua antes de acostarte a dormir y no puedes evitar pensar en ese cuadro. Has pasado todo el día escribiendo y sientes que han sido horas perdidas. El libro que no terminas y la sensación de que escribes como el culo.
Gracias a la luz que sale del cuarto hacia la sala comedor encuentras rápido el interruptor. Cuando la prendes adivinas que detrás de ti, de repente, el cuadro de Pollock que no es Pollock ha tomado significado. Te volteas a encararlo como quien va a encontrarse con un antiguo enemigo, llevas impresa la cara de un pistolero del Lejano Oeste. Allí está el enorme escritorio antiguo sin silla porque nadie se sienta allí, ni siquiera a escribir. La lámpara insiste sobre la utilidad profesional de esa mesa. Y el cuadro. Do not copy. Lo primero que te sorprende es lo muy Pollock que es.
Action, Jackson Pollock
Por eso, Do not copy. ¿Por qué un artista que no es Pollock quisiera pintar como Pollock?, te preguntas.
Porque después de Pollock continuó el arte. Igual que pasó cuando a Lope de Vega lo echaron en el hueco de su sepultura, Julio Cortázar se fumó su último cigarrillo, después de que Sylvia Plath metió la cabeza en el horno y cuando José Ignacio Cabrujas escribió su última columna. Confirmas que los colores de la pintura de óleo son blanco y negro sobre lienzo y que las letras de la frase de abajo son más pequeñas y menos llamativas de lo que te imaginabas, porque algunas manchas de pintura derramada cubren algunas letras. Pones el dedo sobre una de esas manchas y te das cuenta que la textura es más dura que la que resbala sobre el lado derecho del cuadro. No estás muy segura de lo que quiere decir. Pero tampoco te importa tanto porque no puedes detenerte a reflexionar. Se te acaba de ocurrir una idea y tienes que ponerla sobre el papel. No sabes si te va a llevar a alguna parte si a alguien le va a interesar o si podrías venderle a un editor algo así para una novela, porque ya sabes que podría convertirse en una novela, pero tampoco importa nada de esto.
Abres el cuaderno y te pones a escribir. 

lunes, 31 de octubre de 2016

A falta de honra…


“¡Ay, honra! Como eres vida
del corazón principal,
si una vez estás perdida,
nunca, tarde, poco o mal,
le será restituida”
Lope de Vega

La “honra” es un concepto fundamental en la literatura española. Constituye una red diversa de discursos e instituciones donde resulta crucial el lugar que ocupa cada familia en la sociedad. Proviene de la época de los Reyes Católicos, cuando medidas excluyentes marginaron de la vida pública de los reinos ubicados en la península ibérica a judíos y musulmanes conversos al catolicismo –llamados “nuevos cristianos”, en contraposición a los “viejos cristianos”, supuestos modelos de españolidad–. Se relaciona con la noción de integridad, que fue el atributo más celebrado en los soldados que emprendieron la Reconquista.
En el contexto de la lucha contra los musulmanes, la pureza racial del caballero se convirtió en un sinónimo de su integridad. Como el caballero era vasallo de Nuestra Señora, su integridad fue un reflejo de la virginidad de María. Así nació un personaje que quedaría inmortalizado en la literatura: el hidalgo. Como sinónimo de noble, la palabra significa “hijo de algo” y describe a los caballeros que se repartieron los territorios de Al-Ándalus. Su influencia fue determinante para la vida política, social y cultural de las nuevas parroquias cristianas. Con el tiempo, esta clase se articuló como una minoría enquistada en el poder. La retórica del soldado probo que se construye como un sinónimo de limpieza –que es “de sangre”, como la que supuestamente corría por las venas de los cristianos viejos– fue posible a partir de la insistencia en la virginidad de María, que era a un tiempo madre de Dios y de sus súbditos, además de pareja de Cristo y la esposa ideal del soldado.
En el Siglo de Oro la honra fue un sistema de convenciones morales tomadas del catolicismo e impuesto sobre las minorías religiosas. Para 1850 se había convertido en un sinónimo de reputación y, aunque habían desaparecido las leyes de pureza de sangre, se mantenía la creencia de que el linaje determinaba el estatus de cada quien; es decir: la integridad todavía constituía la interpretación que los demás hacían del valor de cada quien. A este discurso se enfrentaron las vanguardias culturales de finales de esa centuria y la siguiente. La persistencia del paradigma católico en pleno siglo XXI, así como la aparente invencibilidad de ciertas élites y la celebración de la mujer joven que signa la doncella me hace preguntarme qué tan lejos estamos hoy de aquella época de las vírgenes y los hidalgos.



lunes, 24 de octubre de 2016

Pensar con el corazón


El impulso que inicia la escritura no está en el cerebro, sino en el corazón. Tengo la mala costumbre de pensar primero desde la víscera que palpita en el centro de mi pecho y, luego, intelectualizar mis sentimientos. Al principio, de forma invariable, lo único que existe es una idea que viene envuelta en una emoción. Para mí la escritura es el proceso de construir un pensamiento al que me he anclado de forma afectiva. Por eso, cada vez que me enfrento a una polémica tardo mucho tiempo en entender por qué pienso de una determinada manera. O, para ser más exacta: por qué hay cosas que me molestan o me agradan tanto que me dejan pensando hasta que elaboro una explicación coherente.
Ilustración: Luis Suárez Galán
Durante mucho tiempo quise esconderme de mi y de los demás esta forma de pensar –nunca mejor dicho: forma– que privilegia lo orgánico sobre lo apolíneo. Solo eso explica que a veces una idea (que primero fue desazón o alegría) tome los derroteros de la narración o otras las del ensayo. Nunca los de la poesía porque conozco mis limitaciones. 
Quizá sea a eso a lo que algunos llaman obra: la obsesión perenne con algunos asuntos. El convencimiento de que ciertas ideas nos generarán apoyo o rechazo de forma automática. Que escribir es, ante todo, una manera de entendernos.

@michiroche 

lunes, 17 de octubre de 2016

De populismo, bardos y premios

Acorde con los tiempos que vivimos, la Academia Sueca otorgó a Bob Dylan el Premio Nobel de Literatura en un ejercicio de populismo. No nos engañemos pensando que la decisión reconoce los aportes del cantautor a la cultura universal o por la revolución que su música supone en la tradición estadounidense (yo añadiría que mundial). Ni siquiera porque su música es poesía. Y la suya es de lo mejor en el género de la lírica que ha producido la era contemporánea. El problema es que el anuncio de la institución que cada año otorga el premio más importante de las letras en el mundo produjo (al menos) tres eslóganes simplificados. Uno, que hay muchas formas de escritura. Dos, que la literatura es un fenómeno cultural híbrido. Tres, que es hora de acercar la Academia a las masas.
No digo que Bob Dylan no sea intelectual. No digo que la literatura no le deba su existencia a la trovadoresca y juglaresca. No digo que la literatura no sea el germen de la música (como lo es también, por cierto, del cine y de la televisión); o viceversa, que de la música no nació la poesía. Lo que digo es Robert Allen Zimmerman se define a sí mismo como músico. ¿Por qué quiere una academia decirle que es otra cosa?
Bob Dylan por Francisco Javier Olea
Tampoco digo que la única forma de escritura esté en novelas, poemarios y cuentos. Eso sería estrechez de miras. Espero, para celebrarlo, el momento en que entren a la quiniela del Nóbel Art Spiegelman, autor de la novela en cómic Maus, y Maryana Satrapi, autora de Persépolis. Igual que hace Dylan con la música y Svetlana Alexiévich con el periodismo, Spiegelman y Satrapi usan la ilustración para contar las realidades del mundo con la coherencia que esperamos de la literatura. ¿En la era de los discursos multimedia vamos a seguir peleando por qué es literatura?
Sí, hay muchas formas de escribir, pero esto va más allá de la discusión sobre la pluralidad. Pero, antes de entra en ese tema y referirme al tercer eslogan producido por el fallo de la academia, tengo que decir no comparto la postura de quienes critican que el Nobel 2015 se le diera a Alexiévich diciendo que es periodista y no escritora. Como si el periodismo no fuese también un género de la literatura. Es cierto que no todos los periodistas son escritores (hay muchos en los soportes de televisión y radio) y que es mediocre gran parte de la escritura que se lee hoy en los periódicos, pero también hay mala narrativa de ficción y poesía cursi. Un año después de que Alexiévich saltara a la fama con el mismo premio que la Academia otorga ahora a quien no puede ser más popular, no hay excusas para no conocer la profundidad del trabajo de la autora nacida hace casi setenta años. Lamento aquellos que no la hayan leído, pues han perdido un documento crucial para medir el fracaso de la utopía soviética cuyo valor es narrar desde las víctimas de la historia. ¿Quién me va a decir que eso no es Literatura?
El anuncio del premio a Dylan no solo le reconoce como autor, constituye un discurso populista de la Academia al que debemos atender. En su acercamiento a las masas, la decisión de los suecos – y bien que se han hecho los suecos– invade los lugares tradicionales de la literatura para implantar la polémica, preferiblemente la alimentada con juicios categóricos y mejor si estos pueden resumirse en 140 caracteres. Porque lo importante aquí son los efectos de la polémica y no su contenido. En una época cuando asistimos a la erosión de los espacios físicos para el fomento de la lectura, las librerías quiebran y los estados no sueltan los fondos para mantener loes espacios culturales, la institución que otorga el premio más importante de la literatura no dirige a la gente a la sala de lectura de la biblioteca. Por que los autodenominados defensores de la literatura pop por lo menos me concederán que al señalar que Dylan creó “nuevas expresiones poéticas en el marco de la gran tradición musical americana”, se dirige a los lectores a las discotiendas –o, por lo menos, a iTunes–. Pues mientras intentamos definir el ámbito de la literatura nos mantenemos pegados a la pantalla de la computadora o del móvil.
En la producción de los discursos sobre las muchas formas de hacer literatura, su cualidad híbrida y la necesidad de acercarse al público, los académicos construyeron una enorme bomba de humo que lanzaron a nuestras caras y se retiraron por la puerta de atrás mientras lectores, escritores, periodistas y críticos literarios se atacan entre sí con la más vieja pregunta de la literatura. La discusión me interesa menos que los métodos por medio de los cuales las instituciones de poder quieren hacernos creer que nos representan. En un mundo habitado por unos siete mil millones de personas, donde las redes sociales han creado la ilusión de que la comunicación es, por fin, horizontal –aunque sabemos que el verdadero poder de esa comunicación se encuentra en el famoso algoritmo de Google– las instituciones tienen que hacernos creer que están cerca de nosotros para validar su poder. Y si hay un grupetín que en los últimos años ha sido tachado una y otra vez encerrarse en una torre de marfil es el de las personas que eligen el Premio Nobel de Literatura.
El falso problema de qué es y qué no es literatura distrae de la discusión que deberíamos tener: la imposibilidad de llegar a todas las lecturas que nos permitan hacernos una mínima idea de la anchura y la profundidad de este mundo. Si es por escuchar, ya llevamos décadas escuchando a Dylan y sobre Dylan. Mi recriminación a la academia sueca puede resumirse en un solo gran reproche: que no nos puso a leer.

@michiroche
  

lunes, 10 de octubre de 2016

El dragón en el libro.


“La verdad tiene estructura de ficción”
Jean Jacques Lacan

El primer gran obstáculo al cual nos enfrentamos en la escritura es el propio perfeccionismo. Terminar una obra es nuestra primera gran hazaña literaria. Puesto que somos prisioneros del eterno cuarto oscuro que es nuestra mente, escribir añade una vertiente adicional al lugar común de que crear significa ordenar el caos. A tientas otorgamos un lugar a los objetos que son nuestras ideas y, por la falta de luz, desconocemos en qué parte del proceso estamos: si hemos deshecho el principio o ya hemos trascendido la mitad.
La escritura se define por un momento “eureka”, cuando como Arquímedes dentro de la bañera nos enfrentamos a nuestras propias reflexiones en papel (o en la pantalla del computador) y entendemos que el nivel de agua sube cuando nos sumergimos. Así ocurre con la idea desarrollada en el manuscrito: lo que comenzó como una duda se ha convertido en un soliloquio de decenas de páginas que contiene nuestra perspectiva del mundo. El libro es la transmutación de las nociones en una forma particular de percibir una realidad. Y esto es cierto para la prosa, del ensayo o de la narrativa, tanto como para la lírica. ¿Qué es una novela sino argumentos que signan la vida?, ¿qué es un ensayo sino observación?, ¿qué es la poesía sino el encubrimiento del abismo?
Terminar un libro es como matar a un dragón. Aquí insinúo otro lugar común: escribir es exorcizar demonios. Si el animal fantástico que ha dejado sus huellas por casi todas las culturas del mundo es símbolo (al menos en Occidente) del mal y la escritura nos enfrenta a nuestros temores, el manuscrito final es el lugar donde se han vencido o, al menos, mantenido a raya las inseguridades que alimentan nuestro perfeccionismo. La misma imagen mitológica del ser que escupe fuego puede extenderse hasta el ámbito de la lectura. El dragón no existe más que en nuestra imaginación social, en ese orden que en las obras del psicólogo J. J. Lacan se llama “simbólico”. Allí se enfrentan la intimidad psíquica de cada quien con la cultura. La obra es, en consecuencia, el lugar donde, después de pasar por el tamiz del lenguaje, se encuentran la imaginación del escritor con la del lector. En esta época de conservacionistas, donde las batallas contra los dragones ocurren en la realidad virtual, el final del libro es la disipación de la oscuridad. La del escritor tanto como la del lector.

lunes, 3 de octubre de 2016

Literatura, enfermedad y deterioro


La desordenada violencia venezolana halla su formulación cultural más poderosa en una literatura cuyo tema reiterativo está en las imágenes del deterioro que vienen instalándose en la narrativa desde una década antes de la formulación del chavismo como opción política. En los últimos veinte años ese motivo se ha convertido en el fundamento de innumerables metáforas entre las cuales se encuentran las imágenes del fracaso institucional y la apología a la nostalgia y las descripciones de una inabarcable sensación de extranjería, de quien vive dentro del país como un extraño o de quien ha tenido que emigrar.
Muchos han llamado “insilio” a esa sensación de exilio dentro del propio país que resulta del profundo deterioro social. Algunas de sus figuraciones pueden encontrarse en novelas publicadas fuera de Venezuela pero no propiamente desde la perspectiva de quienes han emigrado, como Patria o muerte de Alberto Barrera Tyszka (2015) editada por el sello Tusquets y The Night, publicada este año por Rodrigo Blanco Calderón en editorial Alfaguara. En la primera se unen tres hilos argumentales: el de un médico recibe una caja con un celular donde están grabados videos de Chávez antes de operarse en Cuba, el de una niña que vive encerrada en casa debido al temor de su madre ante la violencia urbana encuentra un amigo en Internet y una mujer que se niega a abandonar el apartamento que alquila tiene que soportar la invasión de su arrendataria y de unas ocupas que le hacen la vida imposible. En la segunda novela, la crisis energética de Venezuela que obligó al gobierno a imponer cortes eléctricos a diario durante largas horas sirve de metáfora para la sensación de que el chavismo representa el fracaso de la modernidad. Ambos autores exponen sus ansiedades. Mientras Barrera Tyszka vuelve a la metáfora del deterioro físico que está en e núcleo de su novela La enfermedad, Blanco Calderón construye una novela polifónica en la que destacan los personajes de un escritor fracasado y de un psiquiatra que intentan darle sentido a la distópica realidad en la que viven. Se trata de otro retrato de personajes mediocres, como los de su colección de cuentos anterior, Las rayas donde esta característica toma la forma de seres obsesivos: los melancólicos, los depresivos, los drogadictos y los santos; sujetos que determinan su vida por un ideal que no saben si pueden encarnar en la realidad.
En la descripción de la realidad de nuestro país, los venezolanos hemos creado un género narrativo propio que no solo nos distingue sino del que parece imposible escapar: la narrativa del deterioro.

lunes, 26 de septiembre de 2016

Mi persona favorita eres tú.

Hay para quienes lo más natural es escribir en primera persona del singular. Quizá esto se deba a que de esa manera el narrador puede quedarse cerca del autor. Esto causa dos problemas. Uno es que evita el desarrollo de una voz fresca; el otro, que el autor puede obstaculizar el desarrollo del personaje que es el narrador. A cambio, su voz resuena enorme, indiscutible, autoritaria. Esto es más evidente en los textos donde narrador y protagonista son el mismo; así, el personaje del texto se convierte en la persona del escritor.
Por su puesto que el despotismo no es exclusivo de la primera persona, a veces esto ocurre también con la tercera. El ejemplo por antonomasia es Los Miserables de Victor Hugo, donde resulta imposible escapar de la consciencia política de su autor. En el ensayo La Tentación de lo imposible, Mario Vargas Llosa desentraña el mecanismo formal del clásico literario francés y descubre un narrador “vanidoso, excesivo y caprichoso” al que admira tanto en su maestría formal como en su postura ética. En La herencia de la tribu, Ana Teresa Torres señala que la voz a-lo-Victor-Hugo sugiere epopeyas y que por eso la usaba Hugo Chávez en sus extensísimos discursos: le otorgaba superioridad litúrgica.
Porque el autoritarismo de la primera y de la tercera persona del singular me parecen poco fiables prefiero la segunda persona. No evita que el narrador se coloque sobre el lector, pero invoca la complicidad, que siempre es un método para equiparar a la gente. Ese tú implícito alude al lector y establece una relación de cómplice con el narrador, automáticamente involucrándolo en lo contado. Yo autor tengo el estilo y la voz que configuran al narrador; tú lector, escuchas. Hay dependencia entre nosotros. La segunda persona llama con tanta fuerza al lector que da la impresión de que la acción no existe si este no la lee. Te cuento en un susurro cerca de la oreja. Soy toda palabras; tú, todo oídos.

lunes, 19 de septiembre de 2016

Poder y literatura bajo los faroles.


“No aceptes nunca como compañero
de viaje a quien no conozcas como a tus manos”
Rómulo Gallegos

Contaba Juan Liscano que, al enterarse de la popularidad de Doña Bárbara, Juan Vicente Gómez le ordenó a su secretario que le leyera la novela completa, en voz alta. Tardaron más de doce horas seguidas en la faena. Estaban en la hacienda de Maracay, la misma desde donde ese hombre dirigió los destinos de Venezuela por casi tres décadas, y como la electricidad todavía no había llegado a todo el país, cuando se hizo de noche, el general que estaba muy interesado en la trama insistió en terminar la lectura bajo los faroles de su automóvil.
El libro había sido un éxito de ventas a sotto voce pues nadie sabía cómo iba a reaccionar el Benemérito ante la representación de la tiranía en el personaje que da nombre al clásico de la literatura venezolana. Por eso, los ejemplares que se encontraban en las bibliotecas de los criollos bienpensantes de la época estaban camuflados detrás de los volúmenes de la Historia Constitucional de José Gil Fortuol. El general no era un hombre culto, pero alababa las capacidades para comprender el presente de quienes conocían la historia. Hubo centranos que lo tacharon de analfabeta y vista las reducidas tasas de escolaridad de la época esto pudo haber sido cierto. Pero bien que lo disimulaba: para mostrarse como un gendarme necesario, Gómez procuró rodearse de hombres inteligentes. Fue en así como empuñando el lema más persistente de la política venezolana llegó al círculo de sus allegados Laureno Vallenilla Lanz, quien (para desgracia nacional) no fue ni el primero ni el último escritor chupamedias de la historia del país.
Los pensadores servían para validarlo. Por eso Gómez no tuvo una reacción violenta ante la obra publicada por Rómulo Gallegos en Barcelona en el año 1929. En cambio, vio la oportunidad de alinear al escritor caraqueño con el grupo de intelectuales que le apoyaban y le nombró senador por el estado de Apure. El lugar es doblemente significativo, por ser el estado de la zona llanera en el cual se ambienta la novela y por ser el sitio de donde salieron la mayoría de los soldados de la Guerra de Independencia. Gómez había visto el poder de la literatura como discurso simbólico estructurador de una nación y con este gesto no solo incorporaba al autor y a la histórica región, sino también influía en la interpretación que el público hiciera de su obra, mostrándola como  un tributo a la pacificación del país emprendida como prioridad de su gobierno. Pero el autor de Doña Bárbara no se vendía, así que optó por exiliarse en España hasta que el general murió en el año 1935.
Hasta parece una ironía que uno de los presidentes venezolanos que supo ver con mayor tino el poder de la cultura fuera uno de sus dictadores más férreos. O quizá no, porque uno de los asideros más fuertes de los autoritarimos es el simbólico.

Melancolía con luz.


En tu pecho hizo nido una tristeza blanca como la luz del Caribe. Con tus manos morenas y huesudas la has doblado varias veces para no mirar la frase escrita a lápiz que tiene en el centro. Han quedado doce puntas visibles. La fluorescencia se quiebra y las esquinas raspan tu garganta cuando intentas tragártela. Sufres amagos de pesadumbre, pero respiras hondo para distraerlos. Sientes un dolor seco y hasta te parece que quizá no duele tanto como debería. Sin embargo, de cualquier cosa lloras y todos los ruidos te suenan como si fueran canciones. Te ataca el miedo a que el tiempo pase y olvides aquellos  colores, sonidos y olores que dejaste atrás. Que la vuelvas a perder de vista, que la mates por segunda vez con una muerte de mengua. También sientes que el tiempo sobra y que nunca te has ausentado. Luego observas cómo, sin hacer el más tenue ruido, el ambiente explota en un halo de luz incandescente y tú misma te encuentras en el centro de tu tristeza, hecha una frase escrita a lápiz. Envuelta en el silencio.

lunes, 5 de septiembre de 2016

Literatura: gemir y resistir.


En el año 1990, la República Popular de China sentenció al escritor y músico Liao Yiwu a cuatro años de prisión por su poemario titulado  Masacre, donde aludía a los hechos ocurridos en junio de 1989, en la plaza de Tiananmen, cuando miles de estudiantes de personas, muchos de ellos intelectuales, que protestaban contra el régimen comunista fueron reprimidos con crueldad por la policía. A pesar de que hubo cerca de 10.000 heridos y los eventos fueron fotografiados y televisados por cadenas de medios internacionales, durante el cuarto de siglo que ha pasado desde entonces, nadie ha podido hablar en China de lo sucedido.
Ilustración de Peter and Maria Hoey
Tomada de: The New Yorker
Mientras estuvo en la prisión de Chongqing –que era también un campo de trabajos forzados–, el poeta nacido en 1958 fue torturado con frecuencia. Un día intentó quitarse la vida golpeando su cabeza repetidas veces contra la pared. Cuando pudo moverse después de varios días inconsciente, sus compañeros le explicaron que la mejor manera suicidarse era golpeando una pared que tuviera un clavo. Era verdad: muchos lo habían logrado así. La brutalidad de la revelación tuvo el efecto de una epifanía literaria: le hizo encontrar un sentido que su escritura antes no tuvo.
Hasta su encarcelamiento, Liao Yiwu se había tomado la vida sin mayores complicaciones. La escritura le permitía las glorias la celebridad: los aplausos distraídos y el sexo casual. Pero el llamado de la literatura era otra cosa. A veces ni necesitaba papel en blanco para responderlo. Desde que supo que el final de la vida es una pared con un clavo comenzó a interesarse por las historias de los hombres y dedicó el resto de su encarcelamiento a registrarlas con minúsculas notas en un ejemplar de El romance de los tres reinos, la novela clásica china de Luo Guanzhong escrita en el siglo XIV, que era la única posesión que le permitían tener dentro de su celda. Allí se encuentra el germen de los dos primeros libros que publicó cuando salió de la cárcel y de China. Así, este célebre escritor se convirtió en un verdadero autor en la cárcel, décadas después de hacerse un nombre en su país como escritor.

Michelle Roche Rodríguez