“La verdad tiene estructura de ficción”
Jean Jacques Lacan
El primer gran obstáculo al
cual nos enfrentamos en la escritura es el propio perfeccionismo. Terminar una
obra es nuestra primera gran hazaña literaria. Puesto que somos prisioneros del
eterno cuarto oscuro que es nuestra mente, escribir añade una vertiente
adicional al lugar común de que crear significa ordenar el caos. A tientas
otorgamos un lugar a los objetos que son nuestras ideas y, por la falta de luz,
desconocemos en qué parte del proceso estamos: si hemos deshecho el principio o
ya hemos trascendido la mitad.

Terminar un libro es como matar
a un dragón. Aquí insinúo otro lugar común: escribir es exorcizar demonios. Si
el animal fantástico que ha dejado sus huellas por casi todas las culturas del
mundo es símbolo (al menos en Occidente) del mal y la escritura nos enfrenta a
nuestros temores, el manuscrito final es el lugar donde se han vencido o, al
menos, mantenido a raya las inseguridades que alimentan nuestro perfeccionismo.
La misma imagen mitológica del ser que escupe fuego puede extenderse hasta el
ámbito de la lectura. El dragón no existe más que en nuestra imaginación
social, en ese orden que en las obras del psicólogo J. J. Lacan se llama
“simbólico”. Allí se enfrentan la intimidad psíquica de cada quien con la
cultura. La obra es, en consecuencia, el lugar donde, después de pasar por el
tamiz del lenguaje, se encuentran la imaginación del escritor con la del
lector. En esta época de conservacionistas, donde las batallas contra los
dragones ocurren en la realidad virtual, el final del libro es la disipación de
la oscuridad. La del escritor tanto como la del lector.
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