jueves, 12 de noviembre de 2009

La melancolia del autor

Cuando el especialista me participó el diagnóstico, yo sonreí de lado y miré al suelo.
El psiquiatra llamaba a mi padecimiento melancolía y yo lo reconocía como una sensación constante de volar torpemente casi al ras del suelo, sin nunca apuntalarme sobre la tierra para erguirme. ¡Cuatrocientos bolívares la visita para que el médico concluyera tal simpleza!
Vivo en este estado confuso de suspendimiento luego de que la pista sobre la que rodaba el carro de mi existencia se salió de su juntura. No me acuerdo con exactitud cuándo olvidé cómo era vivir en el carril. En los meandros de mi memoria apenas puedo reconocer un recuerdo, vago e inasible (que acaso es una fantasía también), del momento que descubrí mi irremediable antojo de condenar mi vida a contar la de otros.
Tenía 10 años, quizás 12, y escribía un relato. Estaba sentada en las escaleras de mi casa, con el lápiz bailando entre los dedos de mi pequeña mano y alrededor de mi cuaderno de notas se multiplicaban los creyones de colores que usaba para trazar los márgenes y adornar con dibujos la narración. Terminé el trabajo y lo entregué a mamá para que le revisara la ortografía; o más bien para que constatara la legibilidad de mi caligrafía, arte que no manejaba en los años escolares. No bien terminó de leer el texto, me preguntó azorada por qué yo, en mi calidad de autora del texto, había matado a la estrella que lo protagonizaba.
Tres cosas me quedaron claras en aquél momento: que mamá nada sabía de la peripétia trágica, que pronto mis padres discutirían por mi salud mental y que mi vocación era contar historias que levantaran algún tipo de razonamiento.
¿Quién era mamá para tacharme de autora negligente por asesinar a mi personaje?
La estrella que yo había creado no era una de las gigantes que tienen finales explosivos; la mía era pequeña y se entregó a la muerte de forma modesta, sin más aspaviento que el causado por las lágrimas de la luna. Todavía hoy pienso que esa es la única manera digna de morir: dejarse caer de forma modesta y contar con un ser fiel que llore, con sinceridad, nuestra partida. Ya entonces había reconocido en mis astros de características una afición por conseguir en lo cotidiano: la savia de una gesta heroica.
El relato, tal y como lo recuerdo, era una reflexión sobre la amistad, así que la muerte de uno de los protagonistas era apenas una anécdota. Para mis padres era otra muestra de mi necrofilia y mi manera de vivir enajenada de los asuntos de la casa.
Estudié Comunicación Social, como una excusa para satisfacer mi necesidad básica: vivir de contar; que el género reporteril me impusiera el imperio de la realidad era sólo un detalle.
Me gusta escribir para conocer todas las lecturas que tiene un hecho; sea real o ficticio.
La claridad con la que asumo ahora la verdadera razón de estudiar periodismo se debe a que redescubrí hace tres años mi vocación de narradora. Antes, cuando hablaba de mi carrera me excusaba en cierta vocación social y en la seducción de la noticia. Luego de cursar un postgrado y vivir una vida de autor civilizado en Nueva York, donde la gente no me desmereciera por dedicarme a contar historias, entendí que sólo me hice periodista para poder escribir sin que nadie me tachara de menos, por eso nunca se me había ocurrido que en radio y televisión también podía desarrollar facetas de mi carrera.
Volví a Caracas hace un año, mordida doblemente por la crisis financiera norteamericana y por la soledad de la urbe multinacional. El Nacional me había seducido con la oferta de desarrollar un periodismo cultural en la fuente de literatura. Es decir, ofrecieron pagarme por hacer lo que más me gusta: leer. ¿Qué otra cosa podía pedir yo?
Sentada frente al especialista sobrepagado que me decía la sarta de majaderías que ya yo conocía entendí. Sufría porque me apenaba asumir que desde que me supe autora no sólo me había impuesto la gran responsabilidad de contar historias ajenas, sino que además me había hecho vulnerable al poner en la palestra pública mi propia intimidad como anécdota, para los demás puedan reconocerse en ella.
Por eso, cuando me entrego a los momentos escapistas de la depresión –momentos que sin duda alguien pudiera interpretar como pereza– sonrío de lado y miro hacia el suelo, buscando las huellas del ocio pensante que inspiró al os griegos maravillas como La Odisea.