lunes, 27 de marzo de 2017

Los miedos y los espejos de Borges

El pequeño Jorge Luis le tenía terror a los espejos. Entonces lo llamaban Georgie y tenía pesadillas: soñaba con laberintos, tigres y, claro, espejos. Adosado al gran ropero estilo siglo XIX que estaba en su dormitorio había uno grande donde se reflejaba su imagen cuando estaba acostado sobre la cama. La noches de su niñez fueron un solo temor: quedarse solo con aquella enorme superficie metálica en la que veía desaparecer su propia imagen al apagarse las luces. Era durante esas noches cuando las metáforas de la muerte le asaltaban. El miedo al espejo se agrandaba por no poder mirar qué era lo que allí se reflejaba en la oscuridad. Y salía de una pesadilla a otra como de un sueño en un sueño, cuando se levantaba, sudoroso y temblando para encontrarse con la oscura brillantez de aquel ropero, reflejando una perspectiva que no podía ver.
Quizá fue en aquellos momentos de pánico cuando el futuro Jorge Luis Borges comenzó a fraguar la obra que lo convirtió en un autor universal. Porque, aunque “le diera por pensar” –para usar una construcción verbal a imagen de su estilo– que los espejos eran asuntos medio demoníacos, no podía negar una cualidad básica de estos objetos: multiplican a la persona, dándole atributos de divinidad. Y, en lo que refleja, el espejo es también un simulacro del mundo. Medio filósofo, medio asceta, a Borges no podía escapársele eso: la prolongación que de este mundo imperfecto hace la literatura. Y he allí que Borges, para llegar a ser Jorge Luis Borges e incluso “Borges y yo”, tuvo que verse reflejado en sus miedos. Y multiplicarlos a través de su obra.



lunes, 6 de marzo de 2017

El final


Cuando una terminó su soliloquio de reproches, cuando la otra acabó con las palabras altisonantes y cuando aquel mesonero desgarbado les hubo retirado los vasos vacíos que antes tuvieron cerveza, las amigas descubrieron que era fácil detestarse. El afecto entre ellas pudo haber terminado como una coalición allí, en el último momento que pasaron en ese bar, pero no era el estilo de una tomar una decisión tajante ni a la otra le gustaba forzar las situaciones. El cariño se les murió de mengua, deteriorándose durante más tiempo del necesario.