miércoles, 25 de septiembre de 2013

El llavero y la verdad

Mi abuela se negaba a darle a papá el gusto de preguntarme si había agarrado el llavero, solo para no tener que aceptar que yo la había hecho pasar un mal rato o quizá por su manía llevarle la contraria. Mi abuela no confiaba en él. En el fondo, aunque nunca se lo había dicho a su hija, le parecía que papá no era de fiar, que escondía algo. No se trataba de otra mujer o de algún secreto sórdido de su pasado sino de algo más profundo, constitutivo de su personalidad: la abuela temía que papá fuera estructuralmente mendaz.
Pero papá tenía razón. El manojo de llaves unidos por un llavero con una gran letra “M” dorada estaba en el maletero del carrito Fisher Price con el que pasaba horas jugando. Aunque sabía que era grave lo que estaba pasando y me daba lástima ver a mi abuela recorriendo todos los cuartos de las casa, a ratos afincando el dedo índice sobre un lado de su frente, como si eso la ayudar a marcar los recuerdos, no confesé. Parte de la razón por la que mi abuela no me metió en este problemaes porque yo, sentada sobre el carrito, impulsándome con las piernas que le caían a cada lado, iba persiguiéndola por toda la casa mientras hacía las pesquisas, así que era evidente que si yo tenía algo que decir, lo hubiera hecho hacía horas.

No soy una persona mala, o por lo menos aún no lo era a esa edad, así que no había escondido las llaves apropósito. Creía que tenía legítimo derecho sobre ellas porque estaban marcadas con una gran letra “M” dorada. Verán, yo soy la única que tiene un nombre que empieza con “M” en la familia: María.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

La caricia y la cosquilla

Comienzo a incorporarme y me percato de que aún no he trascendido la necesidad de otra piel. Una caricia. Necesito que me toquen. Pero no tienen que ser las manos de Pedro, porque sé que cuando me pare del sofá voy a poder ver el sol saliendo detrás de la montaña, y la iridiscencia caraqueña volverá a recordarme que toda noche tiene su amanecer. Quizá eso sea suficiente para ahuyentar el sopor, aunque sea por unas horas mientras termino de escribir el artículo. Sé también que aunque supiera dónde está y con quién está él nunca volverá a despertar conmigo. Lo que tuvimos terminó. Así que yo puedo morirme por sus manos pero él no me las va a ofrecer para lavarme el cansancio.
Pero mi cuerpo no sabe de esas cosas y la necesidad de una caricia no me va a abandonar el día de hoy, de eso no tengo ninguna duda. Y pienso en las cosquillas porque con los pies sobre la losa fría del suelo vuelvo a ser una niña . Si cierro los ojos podré ver a mamá que viene a despertarme, porque sino llegaré tarde al colegio. Me miraré haciéndome la dormida para que ella tenga que moverme y hasta hacerme cosquillas para que me salga de la cama. Casi puedo escuchar una puerta que se abre y unas pisadas sigilosas y torpes –así eran los pasos mañaneros de mamá , como si hubiera dejado la adultez metida entre las sábanas, con mi papá–.

Sin abrir los ojos aún, pero ya lista para enfrentar el día, decido de que antes de que vuelva a hacerse de noche la visitaré. Tengo tiempo que no la toco. Y me carcajeo con esa explosión de quien se siente sorprendida por los dedos de otro. Aquello que da risa de las cosquillas es que uno no se espera qué parte del cuerpo van a tocar. A mamá la he abandonado yo. Ya es hora de volver a ella.