Comienzo a incorporarme y me percato de que aún no he trascendido
la necesidad de otra piel. Una caricia. Necesito que me toquen. Pero no tienen
que ser las manos de Pedro, porque sé que cuando me pare del sofá voy a poder
ver el sol saliendo detrás de la montaña, y la iridiscencia caraqueña volverá a
recordarme que toda noche tiene su amanecer. Quizá eso sea suficiente para
ahuyentar el sopor, aunque sea por unas horas mientras termino de escribir el
artículo. Sé también que aunque supiera dónde está y con quién está él nunca volverá
a despertar conmigo. Lo que tuvimos terminó. Así que yo puedo morirme por sus
manos pero él no me las va a ofrecer para lavarme el cansancio.
Pero mi cuerpo no sabe de esas cosas y la necesidad de una caricia
no me va a abandonar el día de hoy, de eso no tengo ninguna duda. Y pienso en
las cosquillas porque con los pies sobre la losa fría del suelo vuelvo a ser
una niña . Si cierro los ojos podré ver a mamá que viene a despertarme, porque sino
llegaré tarde al colegio. Me miraré haciéndome la dormida para que ella tenga
que moverme y hasta hacerme cosquillas para que me salga de la cama. Casi puedo
escuchar una puerta que se abre y unas pisadas sigilosas y torpes –así eran los
pasos mañaneros de mamá , como si hubiera dejado la adultez metida entre las sábanas,
con mi papá–.
Sin abrir los ojos aún, pero ya lista para enfrentar el día,
decido de que antes de que vuelva a hacerse de noche la visitaré. Tengo tiempo
que no la toco. Y me carcajeo con esa explosión de quien se siente sorprendida
por los dedos de otro. Aquello que da risa de las cosquillas es que uno no se
espera qué parte del cuerpo van a tocar. A mamá la he abandonado yo. Ya es hora
de volver a ella.
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