lunes, 26 de diciembre de 2016

La envidia, Murakami y yo.


La envidia tiene carácter literario, por eso hay varios escritores que despiertan en mi ese sentimiento. Pero existe uno a quien envidio con especial encono: Haruki Murakami. Esto es una verdadera proeza porque me parece detestable su obra . Así que no se trata de que quiera ser como él o de que sienta exacerbado el culto que algunos lectores rinden a sus libros. No. Mi desazón con el autor nacido en 1949 es su determinación a rajatabla. Una tarde de 1978, estaba en un juego de béisbol en el Jingu Stadium de Tokio cuando vio que el jugador estadounidense Dave Hilton bateaba un doble y, en ese instante decidió que iba a escribir una novela. Esa noche, cuando llegó a su casa se puso manos a la obra. Hasta esa fecha se había ganado la vida con su el bar de jazz, el Peter Cat.
No dudo que esta historia esté maquillada por los estrategas de las superventas, pero igual me pone a pensar. 
Podemos creer o no esta historia que a sus editores y agentes les gusta repetir hasta el cansancio porque hacen pensar que el mundo de la escritura es así de fácil como el narrador del cuento de Augusto Monterroso que se levantó para conseguirse con que el dinosaurio (o la novela) ya estaba allí. Pero lo cierto es que para 1986 la primera obra de Murakami, Tokio blues (Norwegian Wood), había alcanzado un éxito enorme. Fue en esa misma época cuando comenzó a hacer maratones. Un día se paró de su cama y quiso saber qué se sentiría correr por gusto y por deporte. Más tarde, esto se le volvió más que una costumbre, una pasión tan arraigada como la literatura. Completó su primera carrera de cien kilómetros en junio de 1996, doce años después de haber comenzado a entrenarse. Y yo me pregunto: ¿Por qué no me pasan a mi estas cosas?
En su obra de 2008 titulada De qué hablo cuando hablo de correr, Murakami cuenta estos hechos y construye su biografía de deportista a contrapelo de sus memorias de autor. Desarrolla allí su idea de que escribir una novela es igual a entrenarse para un maratón. Este libro de Murkami se editó el mismo año en que comencé a escribir la novela que todavía no termino y que inicié una rutina de “trotar” todas las mañanas. Digo “trotar” porque correr sería un eufemismo. El único maratón que he hecho fue un medio-maratón en el año 2014 en Marbella y llegué de última. No exagero: estaba tan atrás que el coche de la limpieza hacía pausas para no adelantarme. Y la novela no la termino nunca. ¿Será que tengo que dejarlo todo para regentar un club de jazz?
Me gustaría, pero tampoco tengo oído musical.

lunes, 12 de diciembre de 2016

Aquel lúbrico amor cortés


Creemos que el amor cortés es un sentimiento sublimado donde el chico tiene la responsabilidad de conseguir el favor de la chica, halagándola. La verdad era un fuerte deseo sexual del caballero por la dama alimentado por el reto que suponía conseguir el favor de una mujer casada con un noble. Si bien en los cantos a este amor infiel prevalecía el tono sufriente y la mayoría de las veces la felicidad de la unión con la dama no se consumaba, el amor provenzal no era precisamente casto. Guillermo de Aquitania, por ejemplo, se hacía llamar “trinchador de las damas” y no dudaba en alardear de sus proezas sexuales. En su libro Tú sola entre todas las mujeres: el mito y el culto de la virgen María, Marina Warner señala que muchos trovadores eran explícitos y bulliciosos, como Bernard de Ventadour, Raimbaut de Orange y Chrétien de Troyes. Uno quería besar a su señora “de una manera que le dejara marcas que permanecieran un mes”. El amor del conde de Orange por su dama, Beatriz de Día, era correspondido de forma pública. En Lancelot, el caballero de la carreta, escrita a finales del siglo XII, el trovador más famoso de Francia narra un pasaje donde el caballero se arrodilla para rezar antes de subir al lecho para sostener relaciones con su señora Ginebra, la esposa del rey Arturo.

Tales libertades eran posibles porque las damas eran más autónomas en el sur de Francia que otras mujeres de su clase social en el resto de Europa. El sistema legal vigente entonces en la llamada medialuna de Occitania les permitía heredar rango y posesiones del padre o marido. Y era frecuente que esto ocurriera porque las guerras mantenían diezmadas las poblaciones. Hasta el año 1328, cuando Francia aprobó la ley sálica, el norte y el sur tenían dos formas diferentes de adjudicar las herencias. Mientras que en el sur la herencia era divisible, lo que permitía que la familia se la repartiera de manera equitativa y daba a las mujeres margen de independencia, en los territorios del norte todo pasaba a manos del primogénito varón. Las mujeres del sur podían darle sus posesiones a quienes escogieran, por eso no estaban atadas a sus esposos y era irrelevante quién fuera el padre de sus hijos. En ese contexto el adulterio, aunque era mal visto, era una traición menor. La verdad es que tampoco las reglas del amor cortés afectaban a la estructura social feudal, pues por más que una mujer tuviera como vasallo a un trovador, seguía estando subordinada a su esposo, más por una convención social que por falta de recursos propios.
La libertad sexual de las mujeres terminó cuando cambiaron las leyes de la adjudicación de la herencia y el poder de los reyes franceses sobre el territorio de la Occitania se hizo absoluto. Fue gracias a la influencia de la Iglesia católica que se extendió la caracterización del amor cortés como una forma sublimada de admiración y se hizo a la mujer herramienta de esa cortesía que buscaba “ennoblecer” al hombre. Y este es solo el ejemplo histórico de como los poderes político y religioso se han confabulado para construir el perfil de lo femenino que hemos heredado en el presente.



lunes, 5 de diciembre de 2016

Musa de inmaculada concepción

La creencia en la Inmaculada concepción, como ocurre con el modelo de la musa en la literatura, fue un aspecto fundamental de la estrategia que construyó a lo femenino como otredad, reduciendo a las mujeres a sus aspectos esenciales y excluyéndolas de la cultura Occidental para establecer una identidad propia. La Inmaculada concepción es el tercero de los cuatro dogmas de fe marianos en el catolicismo. Los dos primeros se refieren a su relación con Cristo: el Theotókos y el aeiparthenos, que son sus nombres en griego. Ambos son dogmas provenientes de las iglesias cristianas de Oriente, uno la declara Madre de Dios (y se promulgó en el año 331) y el otro la asume como virgen antes, durante y después del parto (y se hizo canónico en 300 años después del anterior). La Inmaculada Concepción no se refiere al embrazo virginal de María, sino a su nacimiento libre de Pecado original, lo que es igual a decir que fue concebida sin necesidad de coito entre sus padres, Ana y Joaquín. El dogma marca la obsesión del catolicismo con la virgen María y es uno de los motivos más visibles de la mitología que construyó la Iglesia alrededor de la pureza mariana. Dicho esto cabe preguntarse: ¿cuál es la relación entre la mujer cuya pureza es a toda prueba y la construcción de lo femenino como otredad?
Para empezar, la Inmaculada Concepción constituye la contracara de Eva, tal como la muestra el Mito de la Caída: la mujer humana que es pura carne, traspasada por el pecado. La Madre de Dios representa el ideal donde la primera mujer es la materialidad. 
La virgen María es la pureza y la gracia que es la interpretación que el catolicismo hace del atributo helenístico de la iluminación–, mientras que Eva representa la intención de conocer, a pesar de que con ello se desafíe a Dios. Para mi una es la mujer pasiva, la musa que representa los ideales y la otra es la mujer activa, la que actúa como una intelectual. Como la noción de Inmaculada Concepción se hizo más fuerte hacia finales de la Edad Media, cuando el catolicismo había barrido las comunidades musulmanas de Europa y controlaba con cuidado las hebreas, no debe escaparse de nuestra vista que declarar que ella nació libre de pecado y sin necesidad de coito era una manera de decir que María no tenía sangre judía, lo que quedaba muy bien en plena paranoia de la limpieza de sangre. La mujer que había representado la más alta aspiración de los caballeros de la Reconquista no podía tener sangre judía, por eso era menester aclarar que su venida al mundo había recurrido a un método casi tan sorprendente como el de su Hijo, a pesar de que Bernardo de Claraval temiera que eso terminaría promoviendo el culto a sus padres. Sin embargo, el uso que me parece más significativo de la Inmaculada Concepción porque define la construcción de la femineidad desde el catolicismo es como herramienta para encubrir la fantasía edípica que coloca a María como la única pareja del Mesías, su Hijo. Puesto que la carne de la Madre de Dios no está manchada por el pecado y ella es incapaz de sentir inclinación a pecar o sostener relaciones sexuales, el catolicismo no ve nada extraño en elevarla a consorte simbólica de Cristo: la única que tiene el trono al lado de él en el Reino. No olvidemos que la Asunción al Cielo es el cuarto y último dogma mariano del catolicismo. Así, la reina de Dios no es una Diosa, sino una virgen.
El paso de la materialidad ejemplificada por Eva hacia la espiritualidad de la que María es epítome queda signado en la Inmaculada Concepción y permite establecer a lo femenino como un ideal (de pureza, gracia, iluminación…) La paradoja de este planteamiento es que mientras exalta lo femenino como fuente de la belleza y la sabiduría, desprestigia a las mujeres.