lunes, 9 de octubre de 2017

La lengua de la abuela

El buen comportamiento y el decoro eran lo mismo para la abuela. Le parecían indecentes las mujeres con los hombros descubiertos, aunque no tuvieran escote en la ropa, así como también lo era estar descalzo o permanecer todo el día con la ropa de dormir puesta, aunque no se fuera a salir de casa. Y eran indecorosos quienes señalaban a las cosas y a las personas con los labios arruchados o llamaban a los demás con sonidos guturales, así como también aquellos que se permitían las manifestaciones de cariño en público. La gente poco elegante o vulgar la sacaba de quicio y siempre le decía a mi madre que era preferible no tener amigas a tenerlas ostentosas y faltas de sobriedad. No porque la vanidad y la el derroche fueran pecado, como suponía mamá que metía a las virtudes católicas en todas partes, sino porque la abuela consideraba que quienes no sabían medirse tampoco eran de fiar.
Durante las comidas o mientras tomaba el sol en el patio acompañada de mi madre, la abuela solía hablar de otras personas, principalmente de las mujeres que habían caído en desgracia. A mamá, que no tenía mucho más que hacer y cuyas salidas se limitaban casi exclusivamente a ir a la misa matutina, la entretenían estas lenguarada y las escuchaba casi sin interrumpir. A veces eran chismes que catalogaba de jugosos, como cuando se refería a las niñas que salían en estado sin casarse y habían abandonado el país con la excusa de un viaje o resolvían su estado civil apresuradamente. En oportunidades señalaba las extrañas costumbres de otras familias, como aquellas que no tenían una criada fija o en las cuales la madre no paraba en casa. No parecía que esta era la misma mujer que había trabajado durante años para pagarle los vicios a su marido o que había tenido que soportar a indignidad de verlo preso por deudas de juego. Incluso, había veces en las cuales se refería a las personas que habían perdido el dinero o la libertad por haber caído en desgracia con el General, a quien detestaba porque había traicionado a su propio compadre Castro. Y el Coronel en paz descanse y ella tanto que le debían a Castro por haberles ayudado no más llegaron a Caracas, así que cuando hablaba de Gómez no dejaba de persignarse y exclamar: ¡Válgame Dios, uno nunca sabe a quién tiene al lado!

(La imagen en esta entrada es de Norman Rockwell: "Abuela y nieta con té", 1940)

lunes, 2 de octubre de 2017

Maternidad, hija


Se agarró el vientre hinchado y miró hacia el suelo donde, a pesar del fango que lo oscurecía,
pudo reconocer el charco del líquido ocre. Se asustó porque nunca había entrado en labores de parto. En esa época, la mayoría de las mujeres casadas con la misma edad de mamá habían parido media decena de hijos, pero yo iba a ser su primogénita. Mamá se dobló sobre sí misma y respiró hondo. Algo estaba mal: yo no podía nacer en ese momento, porque papá y ella habían sacado las cuentas con Teresa y habían concluido que todavía faltaban más de dos semanas para mi nacimiento. Por eso papá se había marchado esa misma mañana a resolver un problema en una de las haciendas, con la promesa de que tardaría apenas lo necesario.
Pero el tiempo de los hombres es distinto al de las mujeres. Entonces nací yo, mujer. Inoportuna.

(Imagen: "A sweet expectation" Motherhood Series by KateHolloman)

lunes, 25 de septiembre de 2017

La familia y la decencia

Pensé en la familia como un lugar.
La familia es una caja traslúcida que opaca los discursos del mundo y en cuyas entrañas se gesta una definición de decencia que moldea la personalidad de cada integrante. ¿Te has fijado que cuando decimos “decente” nos referimos a una categoría estética, que alude al aseo o a la compostura, pero que también tiene un sentido social? Porque se supone que una persona decente también es honesta, un ejemplo de probidad ante sus iguales y, para beneplácito de quienes aún insisten con la religión, se cree que además es digna y modesta. Bravo, a eso aspiramos todos. ¿No?
Pero si las personas tenemos tan eximias ambiciones, ¿por qué el mundo está lleno de deshonestidad?
Porque pocas veces nuestros actos tienen la coherencia de nuestras palabras. Porque tendemos hacia el desconcierto. Porque preferimos los eufemismos y las medias verdades.

Y es justamente por el efecto que causan esos eufemismos que necesitamos de la literatura. Porque sólo la realidad de la ficción sirve para quitarle legitimidad a esas medias verdades. De la misma manera que el trabajo con las metáforas dota de sentido los párrafos que conforman un borrador falto de luz convirtiéndolo en un libro de relatos, la desarticulación de los eufemismos encuentra las alegorías en nuestros fingimientos cuando entra en los cerebros por el camino de las emociones. He aquí entonces que la literatura emprende el trabajo contrario al de la familia. Frente a la malsonante realidad del mundo, los nuestros se proponen adecentarnos educándonos en la repetición de un entramado de falsas certezas, mientras que los libros echan mano de los símbolos para allanar el camino contrario, el que busca la verdad.

Qué lástima que la verdad sea una triste, vana y ya hace años superada aspiración de la modernidad.

lunes, 18 de septiembre de 2017

El poder de la metáfora

Para Aristóteles lo mejor era tener maestría en la metáfora porque su arte no puede aprenderse: se sustenta en la intuición, más que en la apuesta gramatical. Pero cuidado, que quizá el primer crítico literario de la historia esté ofreciéndonos más que un juicio estético, uno ético. En su Poética identifica este recurso literario con el ojo que sabe contemplar las relaciones de semejanza. ¿Y no es acaso saber reconocerse en el otro la base de la empatía humana?


Si, al romper y redefinir los significados de las palabras, la metáfora puede decir lo indecible, ¿cómo es que no se encuentra en el centro de nuestra comunicación? Quizá porque una forma de perversión se apropia de los mecanismos de la metáfora para construir el eufemismo. Y es este, en cambio, el que privilegiamos en nuestras relaciones. Así lo que en una forma retórica es la traslación de un sentido a otro figurado se convierte en la manifestación decorosa de lo malsonante. Porque la metáfora no esconde la realidad, nos hace captarla a través de la emoción tanto como con la razón. El eufemismo nos miente, convirtiendo a la poesía en vil ocultamiento.

lunes, 11 de septiembre de 2017

Gente decente

Dos hermanas que se enfrentan a un padrastro siniestro, un abuelo que llega desde la Alemania nazi a un carnaval, una pareja que con muchas dificultades intenta tener un hijo y unos padres que se enfrentan por la calidad de la educación de una niña acosada en el colegio son algunos de los personajes que transitan por los cuentos de Gente decente, un libro que demuestra que “la identidad es el ideograma donde se funden las memorias familiares y las decisiones propias” y que existen pocas cosas tan falsas como la decencia.

En el libro, la familia es una lata donde una vez hubo galletas en cuyas entrañas se gesta una definición de decencia que moldea la personalidad de cada quien. Cuando decimos “decente” nos referimos a una categoría estética, que alude al aseo o a la compostura, pero esa palabra también tiene un sentido social. Se supone que una persona decente también es honesta, un ejemplo de probidad ante sus iguales y, además, digna y modesta. Bravo, a eso aspiramos todos. En el camino que va desde la aspiración hasta la realidad se cifran los ocho relatos de este libro.
Sumergidos en la atmósfera de las intrincadas relaciones que se articulan entre parientes, los relatos de esta colección cuestionan la máxima aspiración del grupo de personas que representan la célula fundamental de la sociedad. Si es cierto que todas las familias aspiran a producir vástagos que sean dignos y honestos, ¿qué pasa cuando los mismos lazos familiares se han corrompido?

lunes, 4 de septiembre de 2017

El nombre de la tragedia

La contundencia de las imágenes y los relatos de la violencia en Venezuela a veces se recibe en la opinión pública de Europa con escepticismo. Así, mis compatriotas y yo sufrimos el segundo drama de representar lo indigno. El problema es que para eso echamos mano de un sistema de comparaciones con otras realidades violentas, del pasado o del presente, que pretenden familiarizar al extranjero con lo que para nosotros es trágicamente cotidiano. Y el contraste no nos favorece.

Los intelectuales tenemos el desafío de construir la nomenclatura específica que nombre la crisis venezolana sin apelar a los discursos sobre el totalitarismo nazi, la violencia de estado en el estalinismo o a las comparaciones con el populismo en Estados Unidos o Europa. En el centro de nuestra tragedia hay un gobierno totalitario que ejerce violencia de estado escondido en discursos populistas, pero no es el Tercer Reich ni la Unión Soviética, tampoco Estados Unidos. La búsqueda de la empatía a través de la comparación ha jugado en nuestra contra, aislándonos. En lo que no hemos podido nombrar se cifra nuestra tragedia.

lunes, 24 de abril de 2017

Adiós, Teresa. Para ti no quedan laureles.

La fecha del 23 de abril no se conmemora solo la muerte de William Shakespeare y de Miguel de Cervantes que dieron motivo a la UNESCO para conmemorar en esa fecha el Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor. (Es cierto que también se conmemora la desaparición física, el mismo año de 1616 que el autor inglés y el español, del primer mestizo cultural de América, Gómez Suárez de Figueroa, mejor conocido como el Inca Garcilaso de la Vega, aunque esto no interese tanto a la UNESCO). Pero la casualidad que me interesa ocurrió siglos después: también un 23 de abril, pero de 1936, murió Ana Teresa Parra Sanojo, Teresa de la Parra.
En 1931, a esta escritora fundacional de la literatura venezolana le habían diagnosticado una enfermedad pulmonar que la fue matando lentamente y la llevó a deambular por Europa: Suiza, Francia y España. En ese país murió la que había nacido en 1899. Y aún después de su cuerpo siguió el sino de su vida trotamundo. Sepultada inicialmente en La Almudena de Madrid, en 1947 sus restos fueron trasladados al Cementerio del Sur en Caracas y desde el 7 de noviembre de 1989, reposa en el Panteón Nacional.
Y yo me pregunto por qué los venezolanos que estamos prestos a celebrar cualquier efeméride no hemos puesto más atención a esta casualidad. Y pienso que esto es resultado de la condescendencia con que tratamos a esta autora.

¿Por qué si su libro Memorias de Mamá Blanca se publicó en Francia y en Venezuela en 1929, el mismo año que la Doña Bárbara de Gallegos apareció en España se ha encumbrado como obra definitiva de la identidad venezolana esta última? La decripción que hace Teresa de la Parra de las costumbres nacionales es indiscutible, no sólo en le caso de Memorias de Mamá Blanca, sino también en el de Ifigenia: Diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba, publicada un lustro antes y celebrada por intelectuales españoles de la talla de José Ortega y Gasette.
No debe ser por el retrato de lo nacional que hace la autora en sus páginas. Porque no había nada más criollo en su época que ese francés ominpresente en el hablar de los burgueses de principios de siglo que exhiben María Eugenia, la abuela y hasta el Tío Pancho. Porque aún está vigente el tributo a la vanidad nacional que son las largas horas de toilet de describen las narradoras de sus novelas. ¿Quién duda que como Mamá Blanca en su época, muchas venezolanas piensen aún que “el primer deber de toda mujer es parecer hermosa”? Sin embargo, ¿cuántos llaneros contemporáneos se comportan ahora como Juan Primito?
Claro que Gallegos fue también presidente de Venezuela y miembro de del partido que instauró la democracia en el país. Pero el caso no deja ser interesante para preguntarse los caminos de la perdurabilidad literaria en Venezuela.

Ah… Y ¿saben qué fue lo último que dijo Teresa antes de morir? Pidió un puñado de tierra de su tierra para meterse en la boca.

domingo, 16 de abril de 2017

Marcar páginas II: Sistemas de lectura

 La única comunicación que yo quiero sostener con los marcapáginas es cuando hay más de uno dentro de un libro. En la pila de tres o cuatro libros en mi mesa de noche siempre hay uno con más de un marcapáginas: esas son las publicaciones que me causan desasosiego, aquellas que he comenzado a leer y me veo obligada a terminar, no porque me interese en sus tramas o sus reflexiones, sino porque me toca escribir sobre ellos. El primer marcapáginas me dice por dónde voy y el segundo cuánto me falta para terminar el capítulo. Si hay más de dos marcapáginas la lectura será larga y por eso me veo obligada a dosificarla.


Cada marcapáginas, como las pequeñas metas en un triatlón, me dice cuántas pruebas faltan por superar. Porque si bien la mayoría de las veces es cierto el lugar común que dice que leer es un placer, cuando leemos por trabajo, la lectura, aunque sea de ficción, no es más que es eso: trabajo. Además, tengo mucho cuidado en determinar qué libro va marcado con marcapáginas y cuál con post-its. Uno es el libro de una lectora que reseña, el otro es el libro de una académica. Dos formas de leer completamente distintas, dos relaciones con los libros que nacieron del amor a la lectura, pero que en algún lado del camino se convirtieron en otra cosa.

lunes, 10 de abril de 2017

Marcar páginas I: Sistemas de lectura

Tengo con los marcapáginas una relación similar a la que tengo con los libros: los acumulo sin cesar. A veces abro la gaveta, porque necesito alguno para marcar una página que voy a dejar de leer y me consigo una pequeña montaña de cartoncitos rectangulares sin ninguna gloria, recordándome la de veces que los he tomado, como un niño haría con caramelos, del aparador de una librería. Así que los he convertido en parte de un sistema. 
Hay un montoncito de marcapáginas en una de mis dos mesas de noche (las ventajas de vivir sola), hay otro montón en la cocina, porque a veces también leo mientras como (las desventajas de vivir sola) y está, por supuesto, el montón más grande, ese de la gaveta, al que ya me he referido. Ese es la madre de los montones de marcapáginas, porque alimenta a los otros dos montones, que con frecuencia merman, porque los marcapáginas los dejo olvidados en los libros que devuelvo en las bibliotecas, dentro de aquellos que apilo en los rincones de mi casa y en las estanterías de mi biblioteca personal. A veces aparecen dentro de la cartera y sucios de carmín, en el estuche de maquillaje, como si se hubieran escapado de la gaveta para comenzar un vida de verdad fuera de la ficción y la esmerada intelectualización del mundo de la que yo les obligo a ser cómplice. Tales intentos de escapismo pueden significar que algunos de esos marcapáginas tienen ambiciones, que quieren salir a ver qué hay afuera de los libros, pero no pasan de ser simulacros, que la mayoría de las veces les hacen terminar de vuelta en la gaveta o, peor aún, directo en la basura. Porque, ¿de qué sirve un marcapáginas sucio de carmín? Así sólo marcaría con demasiada realidad una muy rigurosa ficción.

lunes, 27 de marzo de 2017

Los miedos y los espejos de Borges

El pequeño Jorge Luis le tenía terror a los espejos. Entonces lo llamaban Georgie y tenía pesadillas: soñaba con laberintos, tigres y, claro, espejos. Adosado al gran ropero estilo siglo XIX que estaba en su dormitorio había uno grande donde se reflejaba su imagen cuando estaba acostado sobre la cama. La noches de su niñez fueron un solo temor: quedarse solo con aquella enorme superficie metálica en la que veía desaparecer su propia imagen al apagarse las luces. Era durante esas noches cuando las metáforas de la muerte le asaltaban. El miedo al espejo se agrandaba por no poder mirar qué era lo que allí se reflejaba en la oscuridad. Y salía de una pesadilla a otra como de un sueño en un sueño, cuando se levantaba, sudoroso y temblando para encontrarse con la oscura brillantez de aquel ropero, reflejando una perspectiva que no podía ver.
Quizá fue en aquellos momentos de pánico cuando el futuro Jorge Luis Borges comenzó a fraguar la obra que lo convirtió en un autor universal. Porque, aunque “le diera por pensar” –para usar una construcción verbal a imagen de su estilo– que los espejos eran asuntos medio demoníacos, no podía negar una cualidad básica de estos objetos: multiplican a la persona, dándole atributos de divinidad. Y, en lo que refleja, el espejo es también un simulacro del mundo. Medio filósofo, medio asceta, a Borges no podía escapársele eso: la prolongación que de este mundo imperfecto hace la literatura. Y he allí que Borges, para llegar a ser Jorge Luis Borges e incluso “Borges y yo”, tuvo que verse reflejado en sus miedos. Y multiplicarlos a través de su obra.



lunes, 6 de marzo de 2017

El final


Cuando una terminó su soliloquio de reproches, cuando la otra acabó con las palabras altisonantes y cuando aquel mesonero desgarbado les hubo retirado los vasos vacíos que antes tuvieron cerveza, las amigas descubrieron que era fácil detestarse. El afecto entre ellas pudo haber terminado como una coalición allí, en el último momento que pasaron en ese bar, pero no era el estilo de una tomar una decisión tajante ni a la otra le gustaba forzar las situaciones. El cariño se les murió de mengua, deteriorándose durante más tiempo del necesario.

lunes, 27 de febrero de 2017

Dos mujeres en un bar


Lo importante de la anécdota de dos mujeres que están sentadas en un bar no es el hombre sobre el que discuten. Se llama Ramón y es un estudiante de Biología que no es la mejor pareja para ninguna pero que, como los hombres están en extinción, es el motivo de este relato. Lo importante es que quien establece el conflicto entre ellas es el mesonero metiche que quiere ser escritor. Por eso, cuando una le dice a la otra que Ramón es el hombre de su vida, el mesonero sonríe de lado y pone atención. Como la otra suelta una carcajada, el mesonero piensa en estereotipos. En esa frase estaban concentradas la esencia de cada una: la suripanta y la mojigata; María Magdalena y María la Virgen. El Nuevo Testamento contenido en dos mujeres. Claro que todo tiene sus matices, pero esto es un cuento que luego va a escribir un hombre que se aburre sirviendo cervezas en El León y no es menester demorarse para aclarar que a Esperanza le enternece el candor de Perla ni que esta admira el desparpajo de su amiga. Los personajes son sólo eso, personajes.

lunes, 20 de febrero de 2017

Hablar en inglés

– No entiendo por qué están orgullosos de no hablar inglés.
Con esas palabras, dichas en su idioma, la señora irrumpía en el pasillo lateral de la librería.
– ¿Puedo ayudarla?, contesté, más por reflejo que porque me interesara hacerme útil.
Sorprendida, la mujer se detuvo un segundo para negar con la cabeza, sin llegar propiamente a darme las gracias. Era una estadounidense de rasgos asiáticos de no más de 65 años con unos grandes lentes de ver y una ligera chaqueta de invierno marca Burberry. Su esposo, un hombre alto y muy entrado en años la seguía, sin hacer el menor ruido. Imaginé que estaba allí porque buscaba un libro y que había preguntado por este a la vendedora y esta hizo ademán de no entenderle. Sin contestarle, o quizá haciendo algún ademán que significaba que no sabía qué le decía (porque no escuché decir nada a la vendedora, ni en castellano ni en inglés), la vendedora debe haberle señalado la parte interior de la librería o haber hecho algún ademán que obligara a la estadounidense (con su acento inequívoco del East Coast) a ir hasta el fondo. Y encontrarse de frente conmigo, que la había escuchado, en su momento de fanfarroneo.
Yo me pregunto qué habrían hecho en la Barnes&Noble ubicada en la quinta Avenida con la calle 46 de Manhattan: ¿Habrían buscado a un empleado que hablara castellano para responder a mi pregunta? ¿Qué le hubieran dicho a una persona que les hubiera pedido un libro que no puede reconocer porque la gente en Estados Unidos se empeña en hablar en inglés? ¿Qué sentido tiene entrar en una librería de un país cuyo idioma oficial no hablamos para comprar un libro?

Me sentí tentada a perseguir a la señora hasta la parte de atrás de la librería y decirle que, después del mandarín, el castellano es la lengua madre de más personas en el mundo, con 400 millones de hablantes, y que por eso estamos orgullosos. Que ella misma debería aprender a hablar en castellano, visto lo numerosa que es la población hispanohablante en su país y la enorme fuerza financiera que se identifica allí con ese idioma. Y que, además, tiene todo el sentido del mundo que en una librería no se hable otro idioma que no sea el que hablan los libros que allí se encuentran. Pero luego miré a mi alrededor los títulos de las publicaciones que descansaban sobre las mesas y dentro de las estanterías. Por cada decena de libros traducidos de otros idiomas, la mayoría de ellos escritos originalmente en inglés, había uno escrito por un autor español y, quizá, otro por uno hispanoamericano.
Quizá el problema es que nos hemos empeñado en no hablar inglés sin tener un verdadero interés en hablar castellano.


lunes, 6 de febrero de 2017

Pose de lectores

En un ensayo sobre la escritura biográfica de Victoria Ocampo, Silvia Molloy recuerda que cuando era niña, antes de aprender a leer, la fundadora de Sur acostumbraba a hacer como que leía un libro que, de tanto escucharlo, había memorizado. “Recuerdo el cuento perfectamente, escribió Ocampo: y sé qué está detrás de las letras que no conozco”. Enunciando una experiencia similar, cuando los periodistas le preguntaban por sus primeras lecturas, Ricardo Piglia contaba que había visto a su abuelo leer muchas veces y, queriendo imitarle a pesar de que aún no sabía leer, a la hora de la siesta tomó un libro de su biblioteca y fue a sentarse en las escalinatas de la puerta de su casa con el extraño objeto abierto entre sus manos. Como la casa quedaba cerca de la estación de trenes de Androgué era frecuente que pasaran por allí los viajeros que llegaban cada media hora. A la hora de la siesta serían pocos, pero uno de ellos le señaló al chico que sostenía el libro al revés. A Piglia le gustaba creer que ese hombre era Borges, porque en aquellos tiempos, su familia aún pasaba los veranos en el Hotel Las Delicias de ese lugar. Aunque las experiencias de los dos autores argentinos son diferentes, porque para Ocampo representa el contacto directo con la anécdota, la atracción por lo escrito, y para Piglia se trata de la fascinación por el placer de esa atracción por la lectura como proceso, destaca que desde la niñez de ambos existió la necesidad de hacer propia la lectura. Así ambas anécdotas ponen en evidencia que, al principio, la lectura, como la escritura, es un ejercicio de imitación.


lunes, 30 de enero de 2017

Las marchas, las mentalidades y el poder


Resulta que los organizadores de la protesta al día siguiente de la inauguración de Donald Trump pensaron que era mejor llamarla “Marcha de las mujeres” y no movimiento “anti-Trump”, aunque era bien claro a qué apuntaba y por qué tantísim@s mujeres y hombres estaban allí. Porque pueden decir lo que quieran del feminismo (como de hecho han dicho) pero es un movimiento en el seno del cual han florecido los más importantes derechos civiles de las y los ciudadanos contemporáneos.
Ahora, las cosas como son: las marchas tienen más de catarsis que de cambio político. Yo las conozco muy bien porque, como venezolana, tengo marchando toda mi vida democrática. Fuera de mostrar el inmenso grupo que quedó descontento con la elección de Trump para la presidencia de EE.UU y la rabia que muchos sienten cuando escuchan hablar al presidente porque convierte en extraño todo lo que hasta ahora había sido familiar para los estadounidenses (como la noción de melting pot en el mismísimo núcleo del Sueño Americano), la Marcha de las Mujeres no produjo un cambio tangible en la nueva política de gobierno. Todo lo contrario, la fortaleció: la semana siguiente, Trump tomó una de las medidas más radicales tomadas en décadas contra los inmigrantes, les prohibió la entrada al país. Entonces ya había dado la orden de construir el muro en la frontera con México y había avanzado en la promoción de más marcos legales contra el aborto.
Los medios de comunicación se preguntan por la posibilidad de convertir la
rabia de la Marcha de las Mujeres en un movimiento de oposición contra Trump, pero la realidad es que aún esos mismos medios no han podido responder a la pregunta de cómo este outsider ruidoso y malportado pudo llegar a la Casa Blanca. El chavismo me enseñó que incluso el gobierno más rouge evidencia asuntos importantes de su pueblo. En el caso de Venezuela es la celebración que esa cultura hace del pícaro, la noción de que el mundo es una inmensa mamadera de gallo donde es comprensible ser el victimario, porque la alternativa es ser víctima. Quizá, la tara estadounidense que la era Trump empieza a descubrir es la seducción de ese pueblo con los ricos. ¿No es la riqueza el tópico en el centro del Sueño Americano? ¿No es el éxito ($) en los negocios sinónimo de su bienestar? ¿No es la clase empresarial el sector más poderoso de ese país? ¿No es Trump mismo el epítome de esta clase?
Feministas como Rebeca Solnit y Roxeanne Gay denuncian que un mujer cada seis minutos es violada en Estados Unidos y que una de cada cinco mujeres que viven en ese país es víctima de alguna forma de brutalidad sexual a lo largo de su existencia. No parece raro, entonces, que su presidente proponga grab ‘em by the pussy (agarrarlas por el coño), recordando que cuando se tiene poder (y $) se puede hacer cualquier cosa. Y que es probable que they like it (que les guste). No sólo es contra Trump contra quien hay que luchar: hay que luchar contra la mentalidad que lo puso en el poder, con el trumpismo que es mucho anterior a Trump. Pienso que deberíamos hacernos una pregunta fundamental: ¿de cuántas maneras han sido los americanos cómplices de la celebración del poderoso? Y la pregunta fundamental: ¿cómo cambiamos esa mentalidad?
Por cierto, yo también quiero mi sombrerito rosado.


lunes, 23 de enero de 2017

Tres puntos suspensivos

Ver un texto de ficción terminado en… me da… , porque le dice al lector que la historia sigue pero nunca podrá leerla. Es peligroso el autor que abusa de los… porque desvirtúa su significado y confunde al lector.
El uso antiguo de los… indicaba supresiones o sustituciones en las transcripciones. A partir del siglo XX –quizá por influencia del inglés– se les usó también para informar de la actitud vacilante, de silencios significativos o de temor en un hablante; para evitar las repeticiones; para sustituir a las palabras malsonantes –las groserías, claro– y, finalmente, como sustituto del “etcétera”. En la recientemente editada Ortografía de la RAE se señala que los… se usan para finales sobreentendidos. Entonces, al leer un cuento con tres puntos suspensivos al final asumo que perdí mi tiempo leyendo aquello que lo antecede. Y no puedo pensar más que …

lunes, 9 de enero de 2017

El cuento del cuento


[Este cuento trata de una mujer que es escritora que le cuenta a su terapeuta que tiene 10 años escribiendo un cuento, dos años más de los que tiene asistiendo a terapia, y que siempre está malo. Por supuesto que esto es una metáfora de lo que le pasa a su vida. Si no termina el cuento es porque ella misma no se siente escritora. ¿Qué necesita uno para sentirse escritor? El cuento es una metáfora de cómo ella se sabotea su propia aspiración de escribir. Se ha tardado todo este tiempo en publicar el cuento porque es le que le pondrá punto final a la colección de cuentos, su primer libro. Si uno no publica nunca, siempre puede ser el mejor escritor (inédito) del mundo]