domingo, 10 de noviembre de 2013

Con el culo al aire

En el hartazgo que genera la precaria situación de intentar sobrevivir esta época de escasez en Venezuela, los intelectuales corremos el riesgo de perder la perspectiva y, por cansancio e impaciencia, permitirle al gobierno ganar el juego. La falta de papel higiénico, como imagen simbólica del fracaso de la Revolución, se ha multiplicado entre nosotros como la evidencia de una distopía. Y es tan fácil mostrar la imagen de la falta de papel sanitario y probar la ruina, el desengaño y la frustración que la estamos convirtiendo en una especie de tautología mitologizante como esas que denunciaba Roland Barthes en Francia hace más de treinta años. Al rollo de papel, o más bien a su ausencia, se le ha puesto a decir tantas cosas que nada dice.
A mediados de octubre nos visitó una delegación de seis escritores traídos desde España para la Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo (Filuc) y cuatro de ellos escribieron sobre su estadía en el país. No me impresionó descubrir que en todos los textos se multiplicaban imágenes del deterioro y que ninguno, a excepción de Víctor Álamo de la Rosa –cuya conexión con Venezuela es de larga data–, se refirió al movimiento intelectual que se está gestando aquí. Por supuesto que todos hablaron con respeto y admiración de los venezolanos sometidos a la indignidad de hacer colas eternas para comprar pollo, leche cuando hay y, por su puesto, el ya icónico papel sanitario.
Carlos Granés, autor del ensayo El puño invisible, se refirió a la Torre de Babel, que “para los europeos y norteamericanos que encuentran en América Latina una fuente de (…) autenticidades excéntricas (…) no es un fiasco arquitectónico, sino todo lo contrario, un ejemplo de vitalidad y adaptación ante el fracaso del neoliberalismo, merecedora del León de Oro de la Bienal de Arquitectura de Venecia”. Sergio del Molino, periodista y narrador, sentencia: “Los venezolanos no se pueden limpiar el culo” y recuerda que una mañana mientras estaba en uno de los mejores hoteles de Valencia, un venezolano le pidió pasta de dientes porque “en las tiendas no había” y que “el café lo tomé siempre solo, pues no había leche líquida”. Pero también aplaude a la mujer que viajó horas para escuchar su taller de narrativa o la organización de la Filuc, que le pareció como a sus compatriotas, impecable.
 Víctor Álamo de la Rosa se refiere a la falta de leche para tomarse el café venezolano que tanto le gusta y a pesar de señalar “la cubanización” que está sufriendo el país es el único en contrastar el entusiasmo venezolano por la literatura con el de su lado del océano: “cuando en Europa a menudo nos vemos envueltos en debates fatuos en torno al libro y la literatura, allí uno vive la inmensa alegría de comprobar que un libro es un tesoro de valor incalculable (a veces literalmente, porque los libros importados alcanzan precios en verdad imposibles para el paupérrimo bolívar, sobre todo si es oficial)”
 Miguel Ángel Hernández Navarro, que en 2012 quedó de finalista del Herralde con Intento de Escapada, se compró un chándal (mono) con la bandera de Venezuela y se lo puso en Halloween para disfrazarse de chavista, en contra de las aclaratorias de Juan Carlos Chirinos de que esa es una vestimenta de las delegaciones deportivas y musicales nacionales sin importar la posición política de sus miembros.
No tengo nada que reclamarle a estos escritores y sí mucho que agradecerles por su solidaridad conmigo y mis compatriotas en nuestra hora menguada. Sin embargo, no puedo evitar sentir resentimiento –que por demás es un sentimiento típicamente venezolano–, al ver que el retrato de su experiencia en este país tiene la misma pátina de deterioro que las conversaciones de automercado y que, como las charlas casuales en este país, se esconde detrás del mito del papel higiénico. He pensado mucho en esto porque me la paso pensando en mis sentimientos con el objeto de entender cuál es su origen, así que he concluido que la percepción que se multiplicó al otro lado del océano es culpa de quienes acá los recibimos, obsesionados como estamos con la imagen del papel sanitario que falta.
El problema no está en que nos comparen con Cuba o que tuvieran que pasar el mal rato de visitar un país violento y en carestía, sino que al escribir a partir del mito del papel sanitario se hicieron eco de una de las más poderosas herramientas del gobierno revolucionario venezolano: la idea de que hay asuntos apremiantes y que la cultura no es uno de estos. Resulta que si existe una Filuc –que es una de muchas iniciativas privadas y universitarias que sobreviven a duras penas en este país, donde el gobierno le tiene montada la guerra al mecenazgo– es porque hay una intelectualidad de la resistencia. Es a esta resistencia que intenta callar el esencialismo demagógico del chavismo al reducirla a sus necesidades básicas.
No nos engañemos, la pelea de los intelectuales venezolanos es la misma que se articula en todas partes del mundo, incluyendo España donde mermó la inversión pública en cultura en los tres últimos años y el mercado editorial se contrajo en 12% en 2013. Allá y acá se trata de cristalizar una verdadera diversidad cultural dentro de nuestros países, para convertirlos en sitios donde quepamos todos, pensemos como pensemos.
En Venezuela esta discusión tiene un matiz de urgencia, porque la institucionalidad democrática ha sido barrida por el totalitarismo. Pero es justamente por eso que quienes estamos en la intelectualidad de la resistencia debemos continuar hablando de cultura, a pesar de las colas enormes y de los culos sucios.
En todos los países se están preguntando para qué sirve la cultura, porque esa es la pregunta central de la posmodernidad y de la revolución informática y en Venezuela estamos comenzando a descubrir que, más allá de las posiciones tautológicas y mitologizantes del chavismo, la cultura es un territorio para ensayar el progreso y mostrar cómo son las sociedades que ven el conocimiento como un valor. Si nos distraemos hablando de la falta de papel sanitario perdemos la perspectiva y salimos de la discusión cultural mundial, que es el único lugar donde la intelectualidad venezolana excluida por el chavismo encontrará asideros y validación para sus postulados.

Por eso pienso que nunca ha sido tan a propósito como en estos momentos el lugar común que pregunta: ¿Qué tiene que ver el culo con las pestañas?