lunes, 27 de febrero de 2017

Dos mujeres en un bar


Lo importante de la anécdota de dos mujeres que están sentadas en un bar no es el hombre sobre el que discuten. Se llama Ramón y es un estudiante de Biología que no es la mejor pareja para ninguna pero que, como los hombres están en extinción, es el motivo de este relato. Lo importante es que quien establece el conflicto entre ellas es el mesonero metiche que quiere ser escritor. Por eso, cuando una le dice a la otra que Ramón es el hombre de su vida, el mesonero sonríe de lado y pone atención. Como la otra suelta una carcajada, el mesonero piensa en estereotipos. En esa frase estaban concentradas la esencia de cada una: la suripanta y la mojigata; María Magdalena y María la Virgen. El Nuevo Testamento contenido en dos mujeres. Claro que todo tiene sus matices, pero esto es un cuento que luego va a escribir un hombre que se aburre sirviendo cervezas en El León y no es menester demorarse para aclarar que a Esperanza le enternece el candor de Perla ni que esta admira el desparpajo de su amiga. Los personajes son sólo eso, personajes.

lunes, 20 de febrero de 2017

Hablar en inglés

– No entiendo por qué están orgullosos de no hablar inglés.
Con esas palabras, dichas en su idioma, la señora irrumpía en el pasillo lateral de la librería.
– ¿Puedo ayudarla?, contesté, más por reflejo que porque me interesara hacerme útil.
Sorprendida, la mujer se detuvo un segundo para negar con la cabeza, sin llegar propiamente a darme las gracias. Era una estadounidense de rasgos asiáticos de no más de 65 años con unos grandes lentes de ver y una ligera chaqueta de invierno marca Burberry. Su esposo, un hombre alto y muy entrado en años la seguía, sin hacer el menor ruido. Imaginé que estaba allí porque buscaba un libro y que había preguntado por este a la vendedora y esta hizo ademán de no entenderle. Sin contestarle, o quizá haciendo algún ademán que significaba que no sabía qué le decía (porque no escuché decir nada a la vendedora, ni en castellano ni en inglés), la vendedora debe haberle señalado la parte interior de la librería o haber hecho algún ademán que obligara a la estadounidense (con su acento inequívoco del East Coast) a ir hasta el fondo. Y encontrarse de frente conmigo, que la había escuchado, en su momento de fanfarroneo.
Yo me pregunto qué habrían hecho en la Barnes&Noble ubicada en la quinta Avenida con la calle 46 de Manhattan: ¿Habrían buscado a un empleado que hablara castellano para responder a mi pregunta? ¿Qué le hubieran dicho a una persona que les hubiera pedido un libro que no puede reconocer porque la gente en Estados Unidos se empeña en hablar en inglés? ¿Qué sentido tiene entrar en una librería de un país cuyo idioma oficial no hablamos para comprar un libro?

Me sentí tentada a perseguir a la señora hasta la parte de atrás de la librería y decirle que, después del mandarín, el castellano es la lengua madre de más personas en el mundo, con 400 millones de hablantes, y que por eso estamos orgullosos. Que ella misma debería aprender a hablar en castellano, visto lo numerosa que es la población hispanohablante en su país y la enorme fuerza financiera que se identifica allí con ese idioma. Y que, además, tiene todo el sentido del mundo que en una librería no se hable otro idioma que no sea el que hablan los libros que allí se encuentran. Pero luego miré a mi alrededor los títulos de las publicaciones que descansaban sobre las mesas y dentro de las estanterías. Por cada decena de libros traducidos de otros idiomas, la mayoría de ellos escritos originalmente en inglés, había uno escrito por un autor español y, quizá, otro por uno hispanoamericano.
Quizá el problema es que nos hemos empeñado en no hablar inglés sin tener un verdadero interés en hablar castellano.


lunes, 6 de febrero de 2017

Pose de lectores

En un ensayo sobre la escritura biográfica de Victoria Ocampo, Silvia Molloy recuerda que cuando era niña, antes de aprender a leer, la fundadora de Sur acostumbraba a hacer como que leía un libro que, de tanto escucharlo, había memorizado. “Recuerdo el cuento perfectamente, escribió Ocampo: y sé qué está detrás de las letras que no conozco”. Enunciando una experiencia similar, cuando los periodistas le preguntaban por sus primeras lecturas, Ricardo Piglia contaba que había visto a su abuelo leer muchas veces y, queriendo imitarle a pesar de que aún no sabía leer, a la hora de la siesta tomó un libro de su biblioteca y fue a sentarse en las escalinatas de la puerta de su casa con el extraño objeto abierto entre sus manos. Como la casa quedaba cerca de la estación de trenes de Androgué era frecuente que pasaran por allí los viajeros que llegaban cada media hora. A la hora de la siesta serían pocos, pero uno de ellos le señaló al chico que sostenía el libro al revés. A Piglia le gustaba creer que ese hombre era Borges, porque en aquellos tiempos, su familia aún pasaba los veranos en el Hotel Las Delicias de ese lugar. Aunque las experiencias de los dos autores argentinos son diferentes, porque para Ocampo representa el contacto directo con la anécdota, la atracción por lo escrito, y para Piglia se trata de la fascinación por el placer de esa atracción por la lectura como proceso, destaca que desde la niñez de ambos existió la necesidad de hacer propia la lectura. Así ambas anécdotas ponen en evidencia que, al principio, la lectura, como la escritura, es un ejercicio de imitación.