lunes, 25 de septiembre de 2017

La familia y la decencia

Pensé en la familia como un lugar.
La familia es una caja traslúcida que opaca los discursos del mundo y en cuyas entrañas se gesta una definición de decencia que moldea la personalidad de cada integrante. ¿Te has fijado que cuando decimos “decente” nos referimos a una categoría estética, que alude al aseo o a la compostura, pero que también tiene un sentido social? Porque se supone que una persona decente también es honesta, un ejemplo de probidad ante sus iguales y, para beneplácito de quienes aún insisten con la religión, se cree que además es digna y modesta. Bravo, a eso aspiramos todos. ¿No?
Pero si las personas tenemos tan eximias ambiciones, ¿por qué el mundo está lleno de deshonestidad?
Porque pocas veces nuestros actos tienen la coherencia de nuestras palabras. Porque tendemos hacia el desconcierto. Porque preferimos los eufemismos y las medias verdades.

Y es justamente por el efecto que causan esos eufemismos que necesitamos de la literatura. Porque sólo la realidad de la ficción sirve para quitarle legitimidad a esas medias verdades. De la misma manera que el trabajo con las metáforas dota de sentido los párrafos que conforman un borrador falto de luz convirtiéndolo en un libro de relatos, la desarticulación de los eufemismos encuentra las alegorías en nuestros fingimientos cuando entra en los cerebros por el camino de las emociones. He aquí entonces que la literatura emprende el trabajo contrario al de la familia. Frente a la malsonante realidad del mundo, los nuestros se proponen adecentarnos educándonos en la repetición de un entramado de falsas certezas, mientras que los libros echan mano de los símbolos para allanar el camino contrario, el que busca la verdad.

Qué lástima que la verdad sea una triste, vana y ya hace años superada aspiración de la modernidad.

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