Tengo con los marcapáginas una
relación similar a la que tengo con los libros: los acumulo sin cesar. A veces
abro la gaveta, porque necesito alguno para marcar una página que voy a dejar
de leer y me consigo una pequeña montaña de cartoncitos rectangulares sin
ninguna gloria, recordándome la de veces que los he tomado, como un niño haría
con caramelos, del aparador de una librería. Así que los he convertido en parte
de un sistema.
Hay un montoncito de marcapáginas en una de mis dos mesas de
noche (las ventajas de vivir sola), hay otro montón en la cocina, porque a
veces también leo mientras como (las desventajas de vivir sola) y está, por
supuesto, el montón más grande, ese de la gaveta, al que ya me he referido. Ese
es la madre de los montones de marcapáginas, porque alimenta a los otros dos
montones, que con frecuencia merman, porque los marcapáginas los dejo olvidados
en los libros que devuelvo en las bibliotecas, dentro de aquellos que apilo en
los rincones de mi casa y en las estanterías de mi biblioteca personal. A veces aparecen dentro de la
cartera y sucios de carmín, en el estuche de maquillaje, como si se hubieran
escapado de la gaveta para comenzar un vida de
verdad fuera de la ficción y la esmerada intelectualización del mundo de la
que yo les obligo a ser cómplice. Tales intentos de escapismo pueden significar
que algunos de esos marcapáginas tienen ambiciones, que quieren salir a ver qué
hay afuera de los libros, pero no pasan de ser simulacros, que la mayoría de
las veces les hacen terminar de vuelta en la gaveta o, peor aún, directo en la
basura. Porque, ¿de qué sirve un marcapáginas sucio de carmín? Así sólo
marcaría con demasiada realidad una muy rigurosa ficción.

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