lunes, 10 de abril de 2017

Marcar páginas I: Sistemas de lectura

Tengo con los marcapáginas una relación similar a la que tengo con los libros: los acumulo sin cesar. A veces abro la gaveta, porque necesito alguno para marcar una página que voy a dejar de leer y me consigo una pequeña montaña de cartoncitos rectangulares sin ninguna gloria, recordándome la de veces que los he tomado, como un niño haría con caramelos, del aparador de una librería. Así que los he convertido en parte de un sistema. 
Hay un montoncito de marcapáginas en una de mis dos mesas de noche (las ventajas de vivir sola), hay otro montón en la cocina, porque a veces también leo mientras como (las desventajas de vivir sola) y está, por supuesto, el montón más grande, ese de la gaveta, al que ya me he referido. Ese es la madre de los montones de marcapáginas, porque alimenta a los otros dos montones, que con frecuencia merman, porque los marcapáginas los dejo olvidados en los libros que devuelvo en las bibliotecas, dentro de aquellos que apilo en los rincones de mi casa y en las estanterías de mi biblioteca personal. A veces aparecen dentro de la cartera y sucios de carmín, en el estuche de maquillaje, como si se hubieran escapado de la gaveta para comenzar un vida de verdad fuera de la ficción y la esmerada intelectualización del mundo de la que yo les obligo a ser cómplice. Tales intentos de escapismo pueden significar que algunos de esos marcapáginas tienen ambiciones, que quieren salir a ver qué hay afuera de los libros, pero no pasan de ser simulacros, que la mayoría de las veces les hacen terminar de vuelta en la gaveta o, peor aún, directo en la basura. Porque, ¿de qué sirve un marcapáginas sucio de carmín? Así sólo marcaría con demasiada realidad una muy rigurosa ficción.

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