“No aceptes nunca como compañero
de viaje a quien no conozcas como a tus manos”
Rómulo Gallegos
Contaba Juan Liscano que, al enterarse de la popularidad de Doña Bárbara, Juan Vicente Gómez le ordenó a su secretario que le leyera la novela completa, en voz alta. Tardaron más de doce horas seguidas en la faena. Estaban en la hacienda de Maracay, la misma desde donde ese hombre dirigió los destinos de Venezuela por casi tres décadas, y como la electricidad todavía no había llegado a todo el país, cuando se hizo de noche, el general que estaba muy interesado en la trama insistió en terminar la lectura bajo los faroles de su automóvil.

Los pensadores servían para validarlo. Por eso
Gómez no tuvo una reacción violenta ante la obra publicada por Rómulo
Gallegos en Barcelona en el año 1929. En cambio, vio la oportunidad de alinear al escritor caraqueño con
el grupo de intelectuales que le apoyaban y le nombró senador por el estado de
Apure. El lugar es doblemente significativo, por ser el estado de la zona
llanera en el cual se ambienta la novela y por ser el sitio de donde salieron
la mayoría de los soldados de la Guerra de Independencia. Gómez había visto el
poder de la literatura como discurso simbólico estructurador de una nación y
con este gesto no solo incorporaba al autor y a la histórica región, sino
también influía en la interpretación que el público hiciera de su obra,
mostrándola como un tributo a la pacificación
del país emprendida como prioridad de su gobierno. Pero el autor de Doña Bárbara no se vendía, así que optó
por exiliarse en España hasta que el general murió en el año 1935.
Hasta parece una ironía que uno de los presidentes
venezolanos que supo ver con mayor tino el poder de la cultura fuera uno de sus
dictadores más férreos. O quizá no, porque uno de los asideros más fuertes de
los autoritarimos es el simbólico.
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