Una noche, hacía seis meses, Juan no había
podido acompañar a Cristina a la reunión con el profesor de Latín. Ella había
insistido una y otra vez con la secretaria para que le recordara la reunión
en el colegio. La mujer, solícita había tomado cada uno de los recados y había
aprovechado los intervalos entre reuniones para recordarle al Sr. Echeverría
que su esposa había llamado. Una y otra vez. Cinco veces. Entre las dos y las
cinco de la tarde. A las siete de la noche, media hora antes de que Cristina
tuviera la reunión con el profesor de Latín, Juan llamó y se excusó con su
esposa: tenía una reunión inaplazable de negocios en el bar del Hotel Tamanaco.
La cita luego se prolongaría hasta el cuarto 301, pero su esposo olvidó señalar
ése detalle. No me esperes despierta,
le dijo Juan antes de colgar.
Cristina llegó a la cita en el colegio con quince
minutos de retraso. El profesor Félix Landaeta la hizo esperar media hora. A
las nueve y quince los curas que regentaban el colegio les dijeron que lo
sentían, pero que las puertas se cerraban
en unos minutos. El profesor ofreció comprarle un trago a la madre.
Cristina tenía que manejar, porque Félix iba a pie. La mujer no podía negarse
ante alguien que tenía el futuro de su hijo en las manos. Eduardito, decía el profesor Landaeta, es flojazo. Si viera que ni siquiera sabe la primera declinación… ¡Y
nosotros ya estamos enseñando la quinta! A Cristina se le caía la cara de
vergüenza mientras el profesor le contaba los desatinos de su vástago. No
entregaba tareas. Copiaba en los exámenes. Mandaba mensajes por el celular
durante las clases. A las diez de la noche el mesonero del bar les trajo el
tercer güisqui a cada uno. A las doce el sexto. A la media noche cambiaron de
locación. Tres horas más tarde Cristina llegó a su casa y se acostó a dormir.
Estaba borracha y feliz. Su esposo aún no había llegado. Eduardito más nunca
raspó Latín.
1 comentario:
Excelente, gracias, éxitos
Publicar un comentario