Creo que comencé con demasiadas expectativas a leer Lo que se de los hombrecillos, de Juan José Millás. Pero conforme pasé la barrera de las 50 páginas comencé a pensar que la razón de que la novela fuera tan corta es que no había mucho que decir. Está bien, pero es intrascendente. Y no hay nada peor en una obra de ficción que eso –quizá sí: ser aburrida– La dinámica brevedad del estilo periodístico de Millás evita que el lector se aburra, pero su argumento es predecible.
Para los que aún no a han leído (todo a Venezuela llega tarde) escribiré que se trata de la historia de un catedrático cuya supuesta vida apacible se ve interrumpida por la aparición de un pequeño homúnculo hecho de pedazos de su cuerpo, que le obliga a cumplir sus más pérfidos placeres, desde beber y fumar, hasta asesinar. He aquí lo que más me molestó de la anécdota: que el narrador (espero que no ocurra lo miso con el autor) asume que el camino hacia la maldad y la perdición comienza por el vino y los cigarros. Es moralismo de escuela elemental. El protagonista comienza a dejarse caer en placeros como el ocasional cigarrillo y a beber vino todos los días –¡Vino, por favor!– y acto seguido se le ocurre la idea a su minúsculo doble de que sería bueno matar a un ser humano. ¿Dónde está la lógica de esto? ¿Qué nos dice el señor Millas? En lugar de ocuparse de aclarar las conclusiones de una obra que desde la primera lectura parece moralista y de desarrollar imágenes interesantes como las conexiones entre la biología y la economía, así como los huevos y su relación con las ideas, se dedica a explorar, sin mucha profundidad, el tema del doble del que ya la literatura gótica decimonónica dejó un buen legado.
Hacia el final, cuando en vista de la falta de desarrollo psicológico de la idea del mal en el personaje era hora de mostrar una imagen a lo Poe de a perversidad, Millás evita cualquier conclusión moral y su protagonista se acobarda frente al hombre que había escogido para matar: “Éramos dos hombres, no dos bichos con artejos o apéndices. (…) Entonces comprendí que no era ese el día del crimen y en el momento mismo de entenderlo regresó la saliva a la boca (…) El hombrecillo que estaba encantado con las sensaciones corporales que le había provocado la salida del miedo de nuestro cuerpo como su entrada en él, no me reprochó que no hubiera matado”. Y el hombrecillo, que lo había instado a matar y había matado en su mundo de fantasía para que él disfrutara, se quedó con esa. Así quedó saldada la deuda, como un intercambio de miedos. No llegaré tan lejos como para decir que perdí mi tiempo leyendo el libro, como ocurrió con otros críticos en España, pero diré que he vuelto a Crimen y castigo, necesito leer a alguien que más allá de la moralidad quiera entender los vericuetos del alma criminal.
1 comentario:
Ummm, por ahí lo tengo. Ya lo leeré. Debo suponer que EL MUNDO, libro que ya leí, es mejor entonces. Saludos.
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