miércoles, 11 de junio de 2014

Las vertientes irreconciliables de la congoja y la investigación

Llegar a un libro buscando la respuesta a una pregunta específica es un error. Ya debía yo saberlo. Aquello que en los investigadores es prerrogativa, en el lector es imperdonable. Así que cuando tomé el ensayo Historia cultural del dolor (2011) de Javier Moscoso, con la esperanza de que revelara algo sobre el significado de eso que la Real Academia de la Lengua define como “sentimiento de pena y congoja”, apostaba por la decepción. Quería entender cómo duele el dolor y recurrí a 400 páginas de una explicación pormenorizada de las de las materializaciones que este sentimiento ha tenido a lo largo del tiempo.
Por eso no tengo juicio que proponga algo sobre la sesuda investigación de Moscoso, interesante porque se inserta en la corriente posmoderna del estudio histórico de las emociones. Y es que aunque el libro vino a buscarme como dice Juan Villoro que hacen los libros salvajes, no era lo que yo necesitaba.
El libro me interesaba desde un año antes de la muerte de mi padre porque entiendo que la alquimia de las sensaciones fragua las razones de la vida y, por su puesto, de la historia. Además, la necesidad de entender los sentimientos y su repercusión en la vida de afuera es una vieja manía mía. Entre 2006 y 2007 tomé en NYU, con el catedrático Robert Dimit, una clase cuyo eje era demostrar cómo los sentimientos no existieron en la historia del ser humano hasta el ascenso de la psicología como disciplina central de la modernidad. Y, aunque Dimit y yo no nos llevamos bien –y todo empeoró cuando propuse un trabajo donde intentaba probar que en la pintura de El Greco el concepto católico de Gracia Divina se convertía en una manifestación afectiva matizada por diversos tonos de blanco–, yo entendía que las emociones son manifestaciones culturales en las que se integran las características individuales. Quizá quería volver sobre eso a partir del ensayo de Moscoso y entender por qué, si se supone que estoy apesadumbrada, no hay nada específicamente físico que me duela desde la muerte de papá. Hay aspectos de la rutina que se mantienen igual e, incluso, siento muchas ganas de reír y tengo dentro de la cabeza más proyectos que nunca. ¿Qué habrá de malo en mi?¿Será, entonces, que no es dolor lo que siento? Dentro de mi no hay ahogo ni vacío: solo el abismo terminante de la nada.

Quizá el ejercicio de la lectura de Historia cultural del dolor apenas sirva para enseñarme a cerca de las vertientes irreconciliables de la congoja y la investigación. A entender que no tiene ningún sentido intentar entender o siquiera nombrar –y, por ende, poner límites– a algo que se siente. Seguiré por la vida sin saber qué siento con el miedo a mis reacciones radicales, a veces poniéndome tan contenta que una sola imagen nostálgica, al cruzar mis pensamientos, me precipita a la tristeza que se siente como un vacío.

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