martes, 14 de agosto de 2012

Atropellar a un poeta.

Todas las mañanas siento que voy a arrollar a alguno. Obsesionada como ando por la vida por el correr indetenible del tiempo, con las fechas de entrega, con los horarios invertidos no hay un solo día de mi existencia en el que no sienta que voy a derribar a un poeta para abrirme paso. No lo hago a propósito. A veces imagino que hay uno, parado en la esquina de la primera avenida y la primera trasversal, contemplando de lejos la cursi carajita de Wendy’s, con sus crinejas rojas y su sonrisa anacrónica, preguntándose… algo. Como un bólido sin carro, aparezco en la otra esquina, cartera en mano y zapatos nunca lo suficiente altos, exhibiendo un ritmo al caminar que solo acelera, sino que no cesa. Y, claro, paso precipitadamente exactamente sobre su pie derecho:
– Disculpe usted, diría, mientras el otro me mira con desdén. Aquel observa mi apariencia pedestre de periodista da un suspiro corto y vuelve a sumergirse en sus ideas de eternidad.
En honor a la verdad, tampoco me he llevado nuca por delante a ningún poeta. Es solo que tengo miedo de hacerlo. Y es que la cotidianidad es la manera menos evidente pero más certera de acabar con la contemplación.

2 comentarios:

Unknown dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Unknown dijo...

Mi Estimada L
Un poeta embelesado en el lugar más común, mirando con desdén el hermoso caminar de unos tacos altos, cual gacela en fuga que a cualquier ser primario le incitaría a la caza sin importar que corras diez kilómetros diarios, más merecer que lo pisen, merece ser atropellado.

Saludos