De la misma manera que cada quien tiene una imagen específica para calcular la felicidad –Los Beatles, en una canción, hablan de longitudes y edades—, cada uno de nosotros tiene su medida del fracaso. La imagen del éxito en la sociedad contemporánea, como escribe Muriel Barbery en La elegancia del erizo, sobre la familia de una de sus protagonistas es “una juventud dedicada a tratar de rentabilizar la propia inteligencia, a exprimir como un limón el filón de los estudios y a asegurarse una posición de élite”. Pero no todos nosotros nos sentimos satisfechos con eso. El problema está en que, de la misma manera que aquello que nos produce alegría es una prerrogativa íntima, también la satisfacción lo es. Entonces, nadie sino uno mismo puede saber cuándo ha fracaso realmente, aunque sea rico como un Rockefeller o esté en la cúspide de la popularidad, lugar que nunca depende de uno.
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