El hombre se sentó frente a la ventana, todavía sin cambiar la expresión que a su esposa tanto había perturbado. Miró el anochecer y comenzó a salivar. Este acto involuntario de la boca, que en todos los seres humanos es tan común, a Evaristo siempre le divertía, porque le recordaba que había una parte de él que estaba vivo, aunque esta fuera minúscula. Era la misma sección de su existencia que le causaba aquella sensación tan horrible de hambre; aquella necesidad de desmechar a dentelladas cada sección de su alimento.
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