Después de muchos años apenas hora notaba que el mar tenía un ímpetu inédito, una vehemencia malsana y amenazadora que me aterrorizaba como la culpa o como la visión de una turbulencia inflamable que me reclamaba desde las entrañas del Averno. Estaba cansada y con los ojos llorosos, así que mi visión creó espeluznantes monstruos que danzaban entre los riscos profundos como un precipicio sin fin y oscuros como el remordimiento. Para mi que llevaba acuestas dolor y pecado era el fin del mundo, pero para el resto de los congregados en aquella playa era apenas una visión más de un atardecer en la costa.
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